Paráclito
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Korlam tardó tres años, según las leyendas, en dominar los
Poderes Divinos. A mí me llevó algo más. Cinco años después de empezar mi
aprendizaje, cerré el último libro y dejé de ser un Errante para convertirme en
un adalid. Yaara, a quien ya consideraba mi esposa a pesar de no haber
realizado ritual alguno que lo confirmase, se inclinó ante mí.
—Las profecías se van cumpliendo, Tak-Harek. Has dejado de ser un alumno y ya eres un maestro.
—Tú siempre serás la maestra, Yaara —respondí—, y yo siempre
seré tu alumno.
Sí, sentía admiración por ella, además de amor. Pensaba que,
gracias a sus enseñanzas, podría cambiar el destino del mundo; no me daba
cuenta aún de que el destino es inalterable, ni de que yo no era más que una
marioneta sin voluntad, haciendo lo que estaba ya escrito hacía siglos. Tan
sabio me creía que ignoraba esa pequeña voz en mi mente, exhortándome a salir
corriendo.
Hablando de pequeñeces, el Jurla se convirtió en nuestra
mascota, tras algún que otro altercado sin mayores consecuencias. Compensaba su
limitada inteligencia con una gran devoción, tanto por Yaara como por mí. En
cierto sentido, fue como el hijo que no podíamos tener, pues el ritual de
Korlam cambió tanto a los Hantings que les resultaba imposible poder procrear
con humanos.
Pero regresemos a la parte importante de mi relato. Los
Hantings me habían elegido para que cumpliera una misión, el asesinato del
hombre con más influencia del mundo: Tamiré, el Gran Adalid. Quizá ya tuviese
el suficiente poder para cumplir ese mandato, aunque eso no significaba que
estuviera dispuesto a hacerlo. Mis cinco años de cautiverio, pues no podría
usar otro nombre para referirme a aquello, no me habían alejado tanto de mis
congéneres como Yaara y los suyos hubiesen deseado.
Sin embargo, no puedo negar que mi afinidad con los Hantings
hacía imposible que me quedara de brazos cruzados mientras ellos eran
esclavizados, torturados y asesinados. Unos pocos días después de la
finalización de mis estudios, me senté junto a Yaara y le hablé de ese tema.
—He estado estudiando las profecías —dije—, y no creo que la
muerte del Gran Adalid forme parte de ninguna de ellas.
—Tu sino es traer un nuevo orden. —Yaara se puso en pie,
visiblemente molesta por mi comentario—. Lo que ha de ser, ocurrirá, Tak-Harek. Quieras o no.
—Pues creo que pretendes usarme para vengarte —respondí,
intentando no levantar demasiado la voz—. Y no hay nada que deba ocurrir,
Yaara; los humanos decidimos nuestro futuro con las acciones del presente, y no al
revés.
No me contestó. Se limitó a caminar en dirección al
exterior, dejándome solo en la pequeña estancia a la que ya llamaba hogar.
Discutir con ella no me iba a llevar a ninguna parte, me di cuenta de eso
mientras reflexionaba sobre mi situación. Lo más adecuado era dar una respuesta
afirmativa y, una vez de regreso entre mi gente, decidir cómo afrontarlo todo.
Esa noche, cuando regresó, no noté en ella rastro alguno de molestia ni de
enfado, y aproveché para hacerle mi oferta.
—Está bien. Haré lo que dices, o al menos lo intentaré.
Sonrió, aunque no me pareció que lo hiciese con alegría.
—Vas a lograrlo, Tak-Harek.
Puedes estar seguro.
Esa noche, nuestros cuerpos volvieron a juntarse, e hicimos
el amor por última vez. El tablero del destino ya contaba con todas las piezas,
y el juego que decidiría el futuro de la humanidad estaba a punto de comenzar.
Ya no había vuelta atrás. En realidad, nunca existió esa
opción.
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