Rauta
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Fue entonces, al comenzar mi camino hacia la capital, que
pensé por primera vez en la crueldad con la que el destino me había tratado,
manteniéndome incólume en Surterro para acabar roto por dentro, dividido entre
los dos mundos a los que pertenecía, y planteándome seriamente mi posible
enfrentamiento a muerte con el Gran Adalid. Resultaba una herejía pensar
siquiera en aquella opción y, sin embargo, a pesar de las palabras de mi
hermana, mi voluntad de asistir a los Hantings aumentaba cada vez más. Tal vez
porque ayudarlos significaba, o eso quería creer, ayudar a todo el mundo;
acabar de una vez por todas con esa guerra fratricida.
Durante los primeros días de viaje no encontré apenas rastro
de vida. Estaba la tercera jornada llegando a su fin cuando, a lo lejos, avisté
el desfiladero donde mi tragedia comenzó. Avancé hasta allí, incluso tras la
caída de la noche, y no me detuve hasta alcanzar mi destino. Admito que
esperaba encontrar centenares de cadáveres descompuestos sobre las rocas,
aunque tal cosa no sucedió; ya había pasado mucho tiempo, y los cuerpos —lo que
hubiera quedado de ellos— estarían enterrados, tal vez en una enorme fosa
común.
Aun así, caí de rodillas al suelo y lloré amargamente
pensando en mis compañeros de armas, cuyas muertes pesaban en mi conciencia,
pues había sido yo quien se autoproclamó líder en aquellos momentos dramáticos.
Observé las oscuras cavernas de las que salieron los Hantings, ahora vacías e
inocuas. Nunca llegué a hablar con Yaara sobre aquello, y aun hoy no estoy seguro
de si los asaltantes pertenecían a la misma ciudad donde yo residí, o se
trataba de otro clan diferente.
Sin temor, entré en una de las grutas y pasé allí la noche,
resguardado de los elementos y de las posibles fieras. A la mañana siguiente,
reemprendí mi marcha escalando los gigantescos cascotes, por no rodear el
desfiladero y demorar mi llegada a la capital varios días más.
Sí, tuve algunos encuentros, pero ninguno reseñable. Los
pocos Hantings que, como obedientes y mutiladas mascotas, acompañaban a sus
dueños humanos, tenían la misma expresión de desolación que aquel del
carromato. Ni rastro de Separatistas,
ni de ningún otro Hanting con la más mínima autodeterminación en la mirada.
Por fin, al octavo día, atisbé las altas torres acristaladas
de Hoth, la capital. Hogar del Gran Adalid, la voz de los Dioses, y también el
responsable de que el enfrentamiento entre Hantings y humanos prosiguiese. El
hombre que había decretado la mutilación de Hantings inocentes.
Aún no había tomado una decisión y, por más que Yaara me
hubiese indicado que las profecías marcarían mis pasos, seguía creyendo en mi
libre albedrío. No confrontaría a Tamiré todavía; antes debía investigar bien
lo que ocurría en la ciudad, y qué mejor forma que haciéndome pasar por el
ayudante de un importante mercader. Sí, eso haría: indagar y obtener
respuestas, antes de actuar.
Con ese pensamiento, crucé la puerta dorada y entré en la
ciudad de cristal.
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