Rehús
Ignoro si los Hantings no poseen mapas, o tan solo no
quisieron proveerme de uno. En cualquier caso, las indicaciones que me dieron
para regresar a mi aldea natal fueron precisas, pues en apenas tres jornadas
alcancé mi destino. Un largo viaje me esperaba desde allí hasta la capital,
pero no quería emprender ese viaje sin visitar a las gentes que me vieron
crecer; sin volver a ver a mi amada familia.
Contaba con ropa nueva o, como poco, limpia, e incluso me
devolvieron la misma espada que llevaba durante el enfrentamiento de Surterro.
Tuve pocos encuentros en mi camino, destacando quizá el que ocurrió con un
mercader de telas y su esclavo Hanting. Aún puedo recordarlo como si hubiera
sido hace un par de días.
—¡Amigo! —me gritó el mercader, levantando la mano derecha y
haciendo detener su carromato cerca de mí—. ¿Necesita que le lleve?
—Voy a Yutino —dije. En vista de la cara del hombre, tuve
que dar más datos—. Es un pequeño pueblo, al sureste de Yun.
—¡Ah! Pues entonces, suba. Podré acercarle un poco, al
menos.
Antes de aceptar su invitación y subir al carromato, que
estaba tirado por dos enclenques jamelgos, me fijé en la pequeña criatura que,
casi escondida, le acompañaba. Un Hanting, que me pareció muy diferente a todos
los que había conocido durante los años anteriores, caminaba con la cabeza
gacha junto al vehículo. El hombre se percató del objeto de mi atención.
—No se preocupe, está domesticado —me dijo—. Entiendo que se
preocupe, con todo lo que ha estado ocurriendo últimamente.
Tras una breve presentación mutua, y un par de frases
intrascendentes, intenté enterarme de esos sucesos a los que se había referido.
—Lo cierto —comencé a contarle— es que llevo un tiempo de
retiro, en las montañas, y no estoy al corriente de todo lo que ha pasado.
Me miró, incrédulo. Debía ser algo muy importante y, por un
momento, pensé irracionalmente que sabría de mi nueva filiación. Mi
preocupación se alejó al ver su sonrisa medio desdentada.
—Hijo, aunque hayas estado metido en un hoyo, tienes que
haber escuchado lo del levantamiento. —Asentí con timidez, pues no quería
parecer sospechoso—. Hace un par de años, estas bestias comenzaron a atacar a
sus dueños indiscriminadamente. De no haber intervenido nuestro Gran Adalid en
persona, es probable que hubiese ocurrido un nuevo Éxodo. Ahora, con la Ley de
Domesticación, podemos descansar tranquilos otra vez.
Iba a preguntarle sobre esa Ley, pero antes decidí examinar más
a fondo al esclavo Hanting: sus manos eran poco más que muñones y, a través de
su boca a medio abrir, pude observar que le habían arrancado todos los dientes.
Pensé en Yaara, y en que ese habría sido su destino de no haber huido. Los ojos
del Hanting me miraron, con una mirada vacía, sin esperanza…, sin alma.
Creo que algo habría dicho; una recriminación, una crítica,
o tal vez una blasfemia… Sin embargo, una inesperada aparición evitó que eso
ocurriera.
El Jurla.
Mi sorpresa no fue nada en comparación a la del mercader,
que jamás había visto, ni siquiera había pensado que existiera, una criatura
así. Sin duda, de saber cómo ataca un Jurla, jamás habría abierto la boca para
gritar. El ser ultraplanar se introdujo por su boca y bajó por la garganta con
una velocidad mayor a la de cualquier criatura de este mundo. Atravesó todo su
cuerpo, y luego el suelo del carromato. No sufrió, pues estoy convencido de que
ni llegó a enterarse de lo que había pasado.
Si no recuerdo mal, ya había contado que los seres
convocados eran controlados por el invocador; lo cierto es que hay un pequeño
matiz en eso. No obedecen a los pensamientos o a la voluntad del adalid, sino a
sus más profundos sentimientos y emociones. Están atados al alma, no a la
mente.
Me resulta imposible responder a por qué el Jurla me siguió,
en lugar de quedarse en la comodidad y seguridad de la ciudad Hanting, donde lo
había dejado. La cuestión es que había matado a un hombre, y yo era responsable
de ello. Iba a devolverlo a su mundo cuando un sonido atrajo mi atención.
—¡¡Gnnnnaahhh!!
Cuando el esclavo Hanting gritó —o gruñó, más bien— me
percaté de que sus garras y dientes no eran las únicas cosas que la infeliz
criatura había perdido. Al parecer, la extirpación de lenguas estaba también
recogida en aquella Ley de Domesticación. Sin fijarse en nada más, se dirigió
junto al espetado cuerpo de su difunto amo, arrodillándose junto a él y
gimiendo de una forma que me produjo a la vez ira y piedad. Levanté mi espada y
la descargué con fuerza sobre su cuello, acabando así con una vida de
esclavitud y sufrimiento que, sin lugar a dudas, no iba a mejorar ya.
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