Anamnesis
(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)
Todo comenzó ayer. No, no fue exactamente ayer. En realidad,
yo no contaba por aquel entonces con más de diecisiete otoños, aunque la
necesidad había hecho de mí un soldado destacable, si me permites que lo diga.
Lo único que me separaba de un merecido ascenso era mi edad, y puede que fuera
tal cosa lo que salvara mi vida durante la batalla de Surterro, o la matanza de
Surterro, como prefieras llamarla.
El escuadrón del que formaba parte cayó en una emboscada,
cruzando el desfiladero de Surterro. El tercio delantero murió aplastado por
enormes rocas antes de que pudieran reaccionar. Entre ellos se encontraba el
sargento, el único mando que viajaba con nosotros en nuestra marcha hacia la
capital. Los motivos de aquello son variados y aburridos de contar, así que no
entraré en detalles. La cuestión es que los cuatro centenares de supervivientes
nos vimos en una situación para la que no nos habían preparado.
—¡Deteneos! —grité, al ver cómo varias docenas de soldados
abandonaban la formación—. ¡Cubrid el flanco derecho, deprisa!
Era poco probable que el ataque proviniera de la
retaguardia, y las rocas caídas hacían imposible el paso hacia delante. Las
grutas, justo a nuestra derecha, eran nuestra única opción de avanzar, y
también el lugar del que seguramente saldrían los causantes del derrumbe. No sé
por qué me obedecieron, pero lo hicieron sin rechistar, como si la orden
hubiese venido del sargento, o incluso de un capitán.
Ahora me arrepiento de haber dicho esas palabras, claro. Si
hubiéramos salido corriendo, desandando el camino que llevábamos, por lo menos
medio escuadrón hubiese podido sobrevivir. Los valientes que siguieron mis
órdenes, por otra parte, no vieron su muerte hasta que esta apareció
súbitamente sobre ellos, encarnada en la mayor oleada de Hantings que el mundo
hubiese conocido hasta el momento. No era un ejército, era un río desbocado de
criaturas pequeñas y delgadas, de orejas chatas y anchas narices. Un río azul
oscuro, que se tiñó rápidamente del rojo de nuestra sangre.
Los Hantings, como sabrás, tienen una inteligencia casi
humana —hay gente que piensa que es incluso superior—, pero la incapacidad para
crear herramientas que viene impuesta por sus deformes miembros los había
obligado a ser poco más que bestias de carga. Así había sido durante centurias,
y solo los Dioses saben cuál fue la razón de que, dos años atrás, se rebelaran
contra sus amos humanos. Desde entonces, los Separatistas, como fueron llamados, se agruparon en clanes, y esos
clanes en ciudades, y esas ciudades en un auténtico imperio que amenazaba nuestra
plácida existencia.
Dicho esto, podrás imaginar que no iban armados. Eso es
cierto, aunque en cierto sentido también es falso. Sus afiladas garras eran más
letales que las espadas mejor forjadas del reino, y no sentían escrúpulo alguno
en usar los dientes para acabar con quien se atreviera a acercarse demasiado.
Tras la aparición de los primeros Hantings, más de cincuenta buenos hombres
fueron horriblemente mutilados y asesinados.
—¡Retirada! —exclamé, a pesar de ser consciente de lo inútil
de mi orden—. ¡Retroceded, ya!
También en aquella ocasión me obedecieron, aunque lo cierto
es que ya había comenzado la desbandada. Los Separatistas no sentían piedad por ninguno de ellos: daba igual que
se tratara de un soldado demasiado viejo para correr, o de un chico cuya
torpeza terminaba por hacerle tropezar. Todos morían a sus manos, sin
distinción. Sangraban, gritaban y morían, aunque por desgracia para algunos, no
siempre sucedía con rapidez.
Mi pequeña espada de soldado, muy distinta a la de un
sargento —por no hablar de los enormes espadones de dos manos que portaban los
altos mandos—, era mi única opción para vivir. No, la verdad es que no pensaba
que vería un nuevo amanecer; tan solo quería vengar a mis compañeros
fallecidos. Nadar en sangre Hanting, y alcanzar el Paraíso de los Héroes. Así
de ingenuo era yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario