David J. Skinner

martes, 29 de septiembre de 2015

Legado de sombras - 16

Bistrecha



(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)

 

 


Ir al escondite Hanting no era una buena idea, teniendo en cuenta que el traidor podía hallarse allí; en lugar de eso, decidí volver a la posada y meditar con calma cuáles debían ser mis siguientes pasos.

El camino hasta el exterior de las alcantarillas no fue tan azaroso como había supuesto, y alcancé las calles cuando el sol aún no había abandonado el firmamento. Estaba sucio y mi olor hacía evidente mi presencia mucho antes de ser visto, lo que resultaba un inconveniente para mi intención de pasar desapercibido. Aun así, llegué a la posada sin más problema que algún esporádico insulto proferido por unos jóvenes, a unas pocas calles de allí.

Mientras me aseaba a conciencia, intenté encontrar la forma de solucionar los inminentes problemas sin la ayuda de los Dioses, mas ninguna solución pasó por mi mente, así que no me quedó otra opción que tomar el camino místico.

Hubiese deseado ver al Jurla apareciendo por una ventana, dispuesto a acatar mis órdenes y buscar a Yosuf. Lo cierto es que no me atrevía a invocar criaturas en aquel lugar, pues no deseaba ser descubierto, y pensé en hacer una Llamada a los Dioses. Una simple, claro. Tan solo necesitaba localizar al Hanting traidor y evitar que pusiera en peligro al resto del cónclave. Solo una visión, nada más.

Sencillo o no, usar tal poder requería un pago. En sangre. No dudé a la hora de rajar mi propio brazo y dejar que el líquido carmesí mojase el suelo de la habitación, ni tampoco lo hice al pronunciar aquellas palabras.

Si hubiese sabido el resto… No, ya da lo mismo. Así es como debía ser, ahora lo sé.

Recuerdo que noté un calor subiendo por la herida recién abierta, que luego pasó a ser un frío invernal. Parecía que el brazo estuviese ardiendo y congelándose a la vez, pero yo no disminuí mi concentración. En mi mente solo había lugar para el hombre bajo y deforme, cuya imagen se me aparecía sosteniendo aún la antorcha que llevaba en los túneles, agitándola de forma burlona mientras miraba al suelo. Intenté controlarme y no fui capaz; sentía un odio inmenso por aquel hombre, al igual que lo hacía por Ankarán, el General de la Orden.

De repente, todo se esfumó. Me vi a mí mismo sobre la posada, sobre la ciudad, más flotando como una nube que volando como un pájaro. La sensación se acrecentó cuando fui desplazado, sin poder hacer nada por evitarlo, por encima de los cercanos tejados. Crucé el río que dividía Hoth, y casi fui capaz de tocar la brillante cúpula de la Torre. Entonces, súbitamente, comencé a descender a toda velocidad. Intenté colocar los brazos frente a mí, pero la forma en la que estaba no parecía disponer de ellos, o yo al menos no sabía cómo controlarlos.

Allí estaba. En un patio empedrado, pocos metros debajo de mí, se encontraban Yosuf y un Hanting al que no reconocí al principio desde mi posición elevada. Solo cuando me acerqué fui capaz de aceptar la verdad que tenía ante mí: el traidor era el mismísimo líder de la resistencia, Tolín.

Pensé por un instante que, si hubiese estado allí de verdad, habría acabado con ambos individuos al momento, sin dudarlo. Y un instante era todo lo necesario para que los Dioses escucharan una Llamada, como descubrí en aquel momento.

martes, 22 de septiembre de 2015

Legado de sombras - 15

Ankarán



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Los tres Hantings temblaban ante la imponente figura de pecho metálico, que apenas se dignó a mirarlos. Fue el otro hombre quien rompió el tenso silencio que se había adueñado de los malolientes túneles.

–Milord Ankarán –dijo, girándose hacia él–, si me lo permitís, querría interrogar a uno de estos.

El General se limitó a asentir, con desprecio, intentando traspasar con su mirada la oscuridad que se extendía más allá del área iluminada por la antorcha. Yosuf, por su parte, agarró al más pequeño de los Hantings por el cuello y, a pesar de no ser mucho más alto y robusto que él, lo arrojó con fuerza hacia la pared del túnel. El resto se limitaron a observar, incapaces de reaccionar.

–Tú –dijo Yosuf, señalando a uno de los que quedaban en pie–, dime dónde se encuentra el humano con el que estabais.

Por los Dioses que me faltó poco para dar un paso fuera de mi escondite y enfrentarme a aquellos individuos, pero la rápida respuesta del Hanting hizo que me detuviese.

–Humanos no bajan aquí –respondió, ignorando mi orden previa–. Limpiamos alcantarillas, solo eso.

El otro comenzó a mover con fuerza la cabeza, afirmando exageradamente. Ese comportamiento, que a mí me resultaba del todo artificial, pareció convencer al hombre, que se dio la vuelta de nuevo encogiéndose de hombros. Ankarán, sin embargo, lo apartó de un empujón y se situó frente al Hanting que había contestado.

–Criatura, ¿pretendes engañar a un representante de la Orden? –Sacó su espada, haciendo que un chirrido metálico retumbara por todo el lugar–. ¿Dónde está el Tak-Harek?

–Se fue por allí. –Quien había hablado era el caído, mientras señalaba en dirección al túnel que debía llevarme a la Torre–. Mi señor, tened piedad.

Ocurrió muy rápido, demasiado rápido. Apenas terminada la frase, la cabeza del Hanting salió volando, separada de su cuerpo. En un instante, los otros dos Hantings enfrentaron un destino similar. El brillo que reflejaba la hoja de la espada era el único indicador de que se estaba moviendo pues, de no ser por eso, bien podía pensarse que el General observaba la escena de muerte sin ser partícipe de ella.

Pasó su arma contra los cuerpos inertes de los Hantings, para limpiar la poca sangre que en ella había, y luego volvió a enfundarla.

–Recompensa a tu Hanting –dijo–. Y luego, sácale toda la información que puedas. Ven a verme mañana con los nombres de los disidentes, su lugar de reunión y quiénes los ayudan, y te cubriré de riquezas. Fállame y morirás.

La voz del General ya era aterradora de por sí, pero tras escucharle decir aquello no pude evitar sentir un escalofrío. Sin responder, el hombre ofreció la antorcha a Ankarán, que la rechazó, y regresó sobre sus pasos, presto a cumplir las órdenes que acababa de recibir. ¿Quién no lo hubiera hecho?

Con la mano en la empuñadura, Ankarán comenzó a andar con lentitud en dirección a donde creía que yo me encontraba, alejándose cada vez más de donde me encontraba en realidad. Noté que llevaba tiempo aguantando la respiración cuando solté el aire que tenía en los pulmones, aliviado. Aunque no solo me sentía aliviado; también traicionado y furioso. Si seguía al General y luchaba contra él, lo más probable es que pereciera, o que acabara en una celda oscura –como en la que me encuentro ahora, qué irónico–, y entonces el conato de rebelión se extinguiría como unas brasas arrojadas al océano. En cuestión de horas, el traidor delataría al resto de los suyos si yo no era capaz de detenerlo.

Lo malo era que solo disponía de un nombre: Yosuf.