David J. Skinner

jueves, 26 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 10



Caboral


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Había pasado la mayor parte de mi vida en Yutino, y cuando entré a formar parte del ejército conocí pueblos y ciudades más grandes, que contenían todo lo que una persona podía llegar a imaginarse. Eso creía, hasta que empecé a caminar por las intrincadas calles de la ciudad de cristal. Mi vestimenta, que a mi entender me haría pasar inadvertido, era objeto de continuas miradas reprobatorias, pues los habitantes de Hoth vestían todos sedosos vestidos o elegantes trajes.

Mi primera labor, por tanto, era conseguir ropa nueva. Tenía algo de dinero, no mucho, y pasó por mi mente que no sería necesario que gastase ni una sola moneda si usaba los conocimientos aprendidos en el Camino. Sin embargo, pensar en usar la ayuda de los Dioses tan cerca del Gran Adalid me produjo un escalofrío. ¿Y si era capaz de notarlo? Necesitaba descubrir muchas cosas antes de encontrarme con él, y no quería precipitar esa reunión por una fruslería.

Así pues, me dejé casi la mitad de mi patrimonio en cambiar mi atuendo, y otro tanto consiguiendo alojamiento y comida, en una modesta pero céntrica y limpia posada, para un par de semanas; tiempo, a mi entender, más que suficiente para realizar mis pesquisas.

No fue el azar o la suerte, sino la voluntad de los Dioses la que hizo que, mientras saboreaba la insulsa cena —pues ya no notaba sabor en nada que no fuese comida Hanting—, llegara a mis oídos una extraña conversación.

—¿Te has enterado de lo planea Tamiré? —dijo un hombre cuyo aspecto poco cuidado contrastaba con la elegancia en su vestir—. Al viejo se le está yendo la cabeza.

—¿Estás loco? —exclamó su interlocutor, dejando bruscamente la bebida que tenía en la mano sobre la mesa. Bajó la voz al percatarse de que su grito había atraído la atención de buena parte de los comensales—. ¿Cómo te atreves a decir esas cosas, y justo aquí? Si algún miembro de la Orden te escucha…

—Bueno, bueno —respondió, meneando distraídamente la mano izquierda, como quitando importancia a lo que acababa de decir—. La cuestión es que el Gran Adalid, según se rumorea, quiere hacer una purga de Hantings.

—¿Una purga?

—Sí —siguió diciendo el primero—, eso he oído. Matar a todos los esclavos, salvo a las crías más pequeñas. ¿Te das cuenta de lo que supone eso?

—De lo que me doy cuenta es de que tendremos que vender los nuestros, si no queremos acabar arruinados. —Tomó de nuevo la jarra y dio un buen trago de su contenido, meditando bien sus palabras antes de continuar—. Aunque dudo mucho que ese rumor sea auténtico; supondría un caos económico terrible.

Ignoré el resto de la conversación, que bien podía haber versado sobre jarrones o mulas, pues los dos individuos se dedicaron a echar cuentas del valor de sus esclavos y de cómo poder venderlos al mejor precio y a la mayor brevedad si, en efecto, el Gran Adalid imponía dicha medida. La poca hambre que tenía desapareció, y mi mente se llenó de indignación y de vergüenza, tanto por la posible purga como por la conversación de aquellos hombres.

Esa primera noche no fui capaz casi de dormir, alterado como me encontraba tras haber escuchado aquello. ¿Cómo podía el Gran Adalid plantearse algo tan monstruoso? Estoy convencido de que, si Tamiré se hubiera presentado ante mí aquella noche, mi anteriormente clara voluntad de dialogar hubiera dado paso a una actitud más beligerante.

Tal cosa no sucedió, por supuesto. A la mañana siguiente, después de tomar un gran cuenco de desabrida leche, comencé mis pesquisas por las calles de Hoth.

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