David J. Skinner

viernes, 13 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 4

Tirón



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Fue una agradable sorpresa poder abandonar mi pequeña celda, dos semanas después de aquella conversación. Mi primer pensamiento, claro, fue escapar. Sin embargo, no disponía de la suficiente información que me sirviera para saber hacia dónde dirigirme, ni qué caminos estarían menos vigilados por esos seres, por no hablar de descubrir la forma de abandonar el lugar sin ser detenido. Tomé finalmente la decisión de averiguar todo lo posible sobre ellos y, a ser posible, acabar con la grotesca ciudad antes de mi fuga. Me proveyeron de ropajes, lo que me hizo sentir más cómodo, aunque resultaba extraño ser el único ser vestido en aquel sitio.

Al principio no tuve acceso a la mayor parte de la ciudad. Mi prisión se había ampliado, pero estaba aún lejos de desaparecer por completo. A lo largo de mi reclusión previa, Yaara me contó una y otra vez la historia de los Hantings, aunque incluyendo nuevos datos o curiosidades cada vez, de forma que sus relatos nunca me hastiaban. El segundo día tras mi liberación, Yaara volvió a hablarme de su pueblo.

—Las leyendas —comenzó a contar— dicen que todos nacimos como una única raza. La primera época, unos años de paz en los que el rencor, la envidia y el odio no tenían cabida, duró varios siglos. Por desgracia, nada es eterno, y Korlam llegó para demostrarlo.

»Las viejas historias hablan de él como un niño infeliz. A Korlam lo trataban como a un apestado, pues su piel mostraba una tonalidad azulada que generaba chanzas e insultos por parte de los demás niños. Quién sabe si eso fue cierto o no. En su adolescencia, Korlam estudió los Poderes Divinos, al igual que muchos otros elegidos, dispuestos a seguir la senda de los adalides.

»Él fue más allá que ninguno. En apenas tres años ya dominaba todos los dones, y seguía queriendo más. Desapareció de la faz del mundo por más de una década y, a su regreso, formó un ejército con la intención de dominar el mundo conocido. Se trataba del ambicioso sueño de un loco, sí, pero Korlam tenía suficiente poder como para conseguirlo. En su demencia, tomó la decisión de hacer trascender a sus seguidores; quería que alcanzaran un grado de iluminación similar al suyo, y lo logró gracias a ritos prohibidos que, afortunadamente, no se han conservado hasta nuestros días. De esa forma, logró dirigir un ejército formado por hombres más fuertes y más rápidos, y todos con una característica que los distinguía a simple vista de sus adversarios; la obsesión de Korlam por no sentirse diferente le llevó a otorgarles su mismo color de piel.

»Según las crónicas, el mundo estaba dividido en seis reinos. Korlam se apoderó de uno de ellos sin esfuerzo, y no fue hasta después de obtener el control del segundo cuando los otros cuatro formaron una alianza, viendo desesperados que la fuerza y la maldad de Korlam arrasarían la faz del planeta si no era detenido. Bajo el mando del general Jog, la Alianza de los Cuatro Reinos se dispuso a comenzar la batalla que decidiría el destino de la humanidad.

—Todo eso ya me lo habías contado —le dije a Yaara, a pesar de que en realidad no me molestaba oírlo de nuevo, pues la pasión con la que narraba esos hechos me hacían casi capaz de visualizarlos—. El resto también me es conocido, pues esa historia se estudia en todos los colegios de reino: El general Jog derrotó a Korlam en el Valle de los Lamentos, y muchos de los Hantings se refugiaron bajo tierra, maldecidos por los Dioses.

Yaara sonrió sin alegría y movió la cabeza hacia los lados, en un gesto claro de que no sería así lo que estaba a punto de narrar.

—A pesar de que el ejército de la Alianza contaba con el triple de soldados que el de Korlam, era este último quien iba ganando la guerra. Estaba cada vez más enloquecido, y los oscuros rituales que utilizaba iban transformando cada vez más a sus tropas. Cuando comenzó la batalla del Valle de los Lamentos, ya no luchaban humanos contra humanos.

»La verdadera batalla, sin embargo, no se desarrollaba entre los Hantings y los humanos. El general Jog no era solamente un experimentado guerrero, sino también un adalid. Mientras Korlam usaba los conocimientos aprendidos en los rincones más inhóspitos del mundo, Jog hacía lo propio con los Poderes Divinos. Se dice que miles de rayos horadaron el suelo, que el viento huracanado arrastraba soldados, árboles y casas, y que los mismos Dioses aparecieron en el Valle de los Lamentos para enfrentarse a Korlam.

»Pero no fue suficiente. Korlam se dispuso a ejecutar el golpe final, realizando la mayor mutilación de la historia: hizo una oferta a los seres que servía, aquellos que vosotros llamáis Falsos Dioses, y ellos la aceptaron. A cambio de la victoria, los Hantings fuimos maldecidos con la deformidad que no nos permite crear herramientas: la ausencia de pulgar.

Todo aquello me lo fue contando mientras caminábamos por una estrecha calle, y al escuchar lo último que dijo, me detuve en seco.

—Y, aun así, perdisteis —afirmé, convencido.

—Te equivocas, joven humano —me corrigió—. La práctica totalidad de vuestro ejército pereció ese día, y el general Jog fue hecho prisionero. Korlam había ganado la guerra, y el precio pagado le pareció necesario y justo.

»El resto de Hantings no pensaban igual. Los primeros meses intentaron sobreponerse a su nueva condición pero, al final, casi todos se levantaron en armas contra su caudillo. Korlam fue derrotado por su propia ansia de poder, a manos de su pueblo. Una década después de la batalla del Valle de los Lamentos, humanos y Hantings trabajaron unidos para reconstruir un mundo devastado. Dicen que el general Jog hizo todo lo posible para devolvernos a nuestra forma anterior, aunque no logró tener éxito.

»El general Jog fue el más firme defensor de la integración entre Hantings y humanos. Tras su muerte, y quizás anticipándose a los futuros acontecimientos, la mayoría de nuestro pueblo se refugió en oscuras y profundas cavernas, cortando todo lazo con la superficie. Otros se quedaron con los humanos, en una convivencia pacífica que no duraría mucho. Porque, unos años más tarde, la amistad dio paso al servilismo, y este al esclavismo. Los Hantings somos unos cazadores mucho más hábiles que vosotros, y nuestra fuerza superior nos hace ideales para el transporte de mercancías.

»Nos sentíamos responsables por la maldad y la locura de Korlam, y eso nos hizo aceptar el trato cada vez más vejatorio que nos dispensabais. Dejamos que nos mutilarais más aún de lo que estábamos, que nos tratarais como bestias, que nos humillarais… y todo eso no os bastó. Rehicisteis la historia a vuestro antojo, quedando los vencedores como vencidos. No teníamos más vehículo para la transmisión de la verdad que la palabra, y hasta eso nos quitasteis, pues se volvió común la extirpación de nuestras lenguas.

Esa vez, fue Yaara quien dejó de hablar, claramente afectada. Sentí lástima por ella y por su gente, he de admitirlo, aunque seguía sin la menor intención de cambiar de bando.

—Una práctica aborrecible —dije yo, tocando su hombro desnudo, como lo estaba el resto de su cuerpo—, que hace muchos años dejó de realizarse.

»Ya estaba hecho el daño —expuso con tristeza—, y los Hantings de la superficie habíamos perdido toda nuestra herencia cultural. Tampoco nos atrevíamos a hablar delante de nuestros amos, por miedo a las posibles represalias. Éramos un pueblo sin pasado y sin futuro, con un presente que no parecía contener esperanza alguna. Entonces, hace cinco años, los Hantings subterráneos emergieron y comenzaron a organizar un levantamiento en las sombras. Nos transmitieron la sabiduría ancestral, y por fin supimos la verdad sobre nuestros orígenes.

—Dices que eso sucedió hace cinco años —rebatí— y, sin embargo, tan solo hace dos desde que los Separatistas empezasteis a levantaros en armas y ocurrió el Éxodo.

—Así es. Cuando adquirimos todo el conocimiento, tomamos la decisión de actuar de forma dialogada. Una delegación Hanting, entre la que me encontraba, se dirigió a la capital con intención de hablar con el Gran Adalid. Él era la única persona capaz de conseguir que los tiempos de paz e igualdad regresaran, o así lo creíamos.

»Lejos se encontraba Tamiré de la idea que teníamos de él. El representante de los Dioses en el mundo nos recibió sin demasiados problemas. Escuchó nuestros argumentos y se mostró razonable y sabio. Todo fue una fachada, como comprobamos poco después. El poder que ostenta el Gran Adalid se fundamenta en unas mentiras que, de ser públicas, derrumbarían el suelo bajo sus pies, y Tamiré no estaba dispuesto a consentirlo. Durante la noche, mandó a un grupo de asesinos en pos de nosotros.

»La delegación estaba compuesta de diez miembros. Por la mañana, solamente quedábamos tres. La traición de Tamiré fue la gota que colmó el vaso de nuestra indignación. Nos refugiamos bajo tierra, y fuimos extendiendo la semilla de la rebelión, que acabaría dando lugar a lo que vosotros llamasteis El Éxodo Sangriento. Mucha sangre ha sido derramada en ambos lados, joven humano, y tú puedes lograr que esta guerra absurda entre hermanos llegue a su fin.

Lo soltó así, de forma inesperada, y se quedó mirándome fijamente a los ojos. Yo seguía convencido de no ayudarles en su guerra pero, ¿hacer que terminara? La curiosidad superó a la cautela.

—¿Cómo, Yaara? ¿Qué debería hacer para acabar con el enfrentamiento?

—Las hostilidades fueron generadas por el Gran Adalid. Su final marcaría también el fin del conflicto.

No daba crédito a lo que estaba escuchando. ¿Me pedían que matara a Tamiré, el líder espiritual de toda la raza humana? ¿La voz de los Dioses? Retrocedí un par de pasos, como si una enorme maza hubiese golpeado mi pecho. Me faltaba el aire, y necesité sentarme en el suelo para relajarme y poder seguir respirando.

—¿Por qué yo? —pregunté, cuando me encontré con fuerzas para hacerlo—. Si hay más humanos entre vosotros, ¿para qué me necesitáis a mí?

Yaara se acercó a mí, andando lenta y firmemente, mientras su rostro mostraba algo parecido a la resignación.

—Un humano normal no podría acercarse a vuestro Gran Adalid, y menos ahora que es consciente del peligro que corre su vida. Es por esto que estás aquí, joven humano: porque tú eres alguien especial.

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