David J. Skinner

jueves, 12 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 3

Cativo



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Desperté en una celda, no muy distinta de esta en la que me encuentro. Por supuesto, mi espada no se encontraba a mi lado, y tampoco llevaba la ropa puesta. Noté unos ligeros cortes por todo mi cuerpo, seguramente producidos por las garras de los Hantings al arrancarme mis vestiduras. Debí temer por mi suerte y, sin embargo, a pesar de hallarme solo, lo que sentía era vergüenza por mi desnudez. Me acurruqué en aquella celda durante horas, sin poder dormir y sintiendo un hambre feroz. Cuando pensaba que mi alma iba, por fin, a dejar mi cuerpo, escuché cómo un cerrojo se abría.

—No temas, pequeño —dijo una dulce voz femenina. La oscuridad era tan grande que no era capaz de ver más que una difusa silueta situada en la puerta—. Estás entre amigos.

Pensé entonces que, tal vez, el resto del ejército habría llegado hasta el desfiladero. Que habrían aniquilado a los Hantings, y que la mayoría de mis compañeros seguirían con vida. Todo eso pensé, sí, hasta que mis ojos fueron adaptándose a la escasa luz, y la figura de la bella doncella que imaginaba tener delante se transformó en la de una criatura azul y deforme, con garras, que parecía sonreír mientras me observaba.

—No temas —repitió, aunque mi temor e inquietud aumentaban más cada segundo—. Me llamo Yaara, pequeño extranjero.

Su voz rezumaba amabilidad, y eso me sorprendía. De la misma forma que resultaba asombroso escuchar a un Hanting hablando la lengua humana, ya puestos. Cuando por fin reaccioné, le dije mi nombre y le pregunté por el motivo de mi cautiverio.

Resultaba que, después de todo, no era un rehén ni un prisionero, aunque los Hantings no querían arriesgarse a dejarme suelto en su ciudad por el momento. Yaara me contó la historia de su pueblo: cómo la falta de pulgar y otras deformidades les habían impedido prosperar como civilización evolucionada; cómo, lo que comenzó como una ayuda mutua, se convirtió en una esclavitud por parte de los humanos; y, finalmente, cómo tomaron la decisión de romper sus cadenas.

Yo escuchaba absorto, tanto por el contenido de su historia como por la tersura de su voz, y no dejaba de preguntarme el porqué de mi presencia allí. En un momento dado, Yaara me contó algo que no esperaba.

—Hay más humanos aquí —me reveló—, y es gracias a ellos que hemos podido crear algunas mejoras en nuestra ciudad. El cerrojo que guarda esta puerta es una de ellas.

La sorpresa dio paso a la indignación y a la ira. ¡Humanos ayudando a los Hantings a masacrar humanos! ¿Es eso lo que querían de mí? ¡Antes moriría!

Me puse en pie, encendido por la rabia y olvidando mi desnudez. Antes de que pudiera acercarme a tres pasos de Yaara, un par de Hantings aparecieron detrás de ella y se abalanzaron sobre mí. Peleé con toda la bravura que pude, sin dejar de ser consciente de la superioridad física de esas criaturas. Sus garras atravesando mi piel y mi carne no me amilanaban, e incluso llegué a asestar algún que otro mordisco sobre la resbaladiza piel de aquellos seres.

—¡Dejadlo! —gritó Yaara—. ¿No sabéis lo que está en juego?

Los dos pequeños y ágiles Hantings se alejaron de mi caído y maltrecho cuerpo nada más escuchar esas palabras, y admito que yo mismo me sentí impelido a obedecer. Yaara se acercó a mí y puso una de sus garras/manos en mi mejilla.

—Has de aprender mucho sobre los nuestros, y también sobre los tuyos —señaló—. Solo entonces podrá llegar la libertad.

Aquellas palabras, que hoy resuenan en mis oídos, auguraban un futuro mucho más aterrador que cualquier cosa de la que hubiese podido tener conocimiento, hasta entonces. Sin embargo, lo que yo entendí fue que no podría salir de mi celda hasta que me llenaran la cabeza de suficientes engaños y mentiras como para querer trabajar a sus órdenes. ¡Qué equivocado estaba, y cuánto dolor se habría evitado de haber muerto en ese desfiladero, junto a mis compañeros de armas!

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