Caboral
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Había pasado la mayor parte de mi vida en Yutino, y cuando
entré a formar parte del ejército conocí pueblos y ciudades más grandes, que
contenían todo lo que una persona podía llegar a imaginarse. Eso creía, hasta
que empecé a caminar por las intrincadas calles de la ciudad de cristal. Mi
vestimenta, que a mi entender me haría pasar inadvertido, era objeto de
continuas miradas reprobatorias, pues los habitantes de Hoth vestían todos
sedosos vestidos o elegantes trajes.
Mi primera labor, por tanto, era conseguir ropa nueva. Tenía
algo de dinero, no mucho, y pasó por mi mente que no sería necesario que
gastase ni una sola moneda si usaba los conocimientos aprendidos en el Camino.
Sin embargo, pensar en usar la ayuda de los Dioses tan cerca del Gran Adalid me
produjo un escalofrío. ¿Y si era capaz de notarlo? Necesitaba descubrir muchas
cosas antes de encontrarme con él, y no quería precipitar esa reunión por una
fruslería.
Así pues, me dejé casi la mitad de mi patrimonio en cambiar
mi atuendo, y otro tanto consiguiendo alojamiento y comida, en una modesta pero
céntrica y limpia posada, para un par de semanas; tiempo, a mi entender, más
que suficiente para realizar mis pesquisas.
No fue el azar o la suerte, sino la voluntad de los Dioses
la que hizo que, mientras saboreaba la insulsa cena —pues ya no notaba sabor en
nada que no fuese comida Hanting—, llegara a mis oídos una extraña
conversación.
—¿Te has enterado de lo planea Tamiré? —dijo un hombre cuyo
aspecto poco cuidado contrastaba con la elegancia en su vestir—. Al viejo se le
está yendo la cabeza.
—¿Estás loco? —exclamó su interlocutor, dejando bruscamente
la bebida que tenía en la mano sobre la mesa. Bajó la voz al percatarse de que
su grito había atraído la atención de buena parte de los comensales—. ¿Cómo te
atreves a decir esas cosas, y justo aquí? Si algún miembro de la Orden te
escucha…
—Bueno, bueno —respondió, meneando distraídamente la mano
izquierda, como quitando importancia a lo que acababa de decir—. La cuestión es
que el Gran Adalid, según se rumorea, quiere hacer una purga de Hantings.
—¿Una purga?
—Sí —siguió diciendo el primero—, eso he oído. Matar a todos
los esclavos, salvo a las crías más pequeñas. ¿Te das cuenta de lo que supone
eso?
—De lo que me doy cuenta es de que tendremos que vender los
nuestros, si no queremos acabar arruinados. —Tomó de nuevo la jarra y dio un
buen trago de su contenido, meditando bien sus palabras antes de continuar—. Aunque
dudo mucho que ese rumor sea auténtico; supondría un caos económico terrible.
Ignoré el resto de la conversación, que bien podía haber
versado sobre jarrones o mulas, pues los dos individuos se dedicaron a echar
cuentas del valor de sus esclavos y de cómo poder venderlos al mejor precio y a
la mayor brevedad si, en efecto, el Gran Adalid imponía dicha medida. La poca
hambre que tenía desapareció, y mi mente se llenó de indignación y de vergüenza,
tanto por la posible purga como por la conversación de aquellos hombres.
Esa primera noche no fui capaz casi de dormir, alterado como
me encontraba tras haber escuchado aquello. ¿Cómo podía el Gran Adalid
plantearse algo tan monstruoso? Estoy convencido de que, si Tamiré se hubiera
presentado ante mí aquella noche, mi anteriormente clara voluntad de dialogar
hubiera dado paso a una actitud más beligerante.
Tal cosa no sucedió, por supuesto. A la mañana siguiente,
después de tomar un gran cuenco de desabrida leche, comencé mis pesquisas por
las calles de Hoth.
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