Bistrecha
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Ir al escondite Hanting no era una buena idea, teniendo en
cuenta que el traidor podía hallarse allí; en lugar de eso, decidí volver a la
posada y meditar con calma cuáles debían ser mis siguientes pasos.
El camino hasta el exterior de las alcantarillas no fue tan
azaroso como había supuesto, y alcancé las calles cuando el sol aún no había
abandonado el firmamento. Estaba sucio y mi olor hacía evidente mi presencia
mucho antes de ser visto, lo que resultaba un inconveniente para mi intención
de pasar desapercibido. Aun así, llegué a la posada sin más problema que algún
esporádico insulto proferido por unos jóvenes, a unas pocas calles de allí.
Mientras me aseaba a conciencia, intenté encontrar la forma
de solucionar los inminentes problemas sin la ayuda de los Dioses, mas ninguna
solución pasó por mi mente, así que no me quedó otra opción que tomar el camino
místico.
Hubiese deseado ver al Jurla apareciendo por una ventana,
dispuesto a acatar mis órdenes y buscar a Yosuf. Lo cierto es que no me atrevía
a invocar criaturas en aquel lugar, pues no deseaba ser descubierto, y pensé en
hacer una Llamada a los Dioses. Una simple, claro. Tan solo necesitaba
localizar al Hanting traidor y evitar que pusiera en peligro al resto del
cónclave. Solo una visión, nada más.
Sencillo o no, usar tal poder requería un pago. En sangre.
No dudé a la hora de rajar mi propio brazo y dejar que el líquido carmesí
mojase el suelo de la habitación, ni tampoco lo hice al pronunciar aquellas
palabras.
Si hubiese sabido el resto… No, ya da lo mismo. Así es como
debía ser, ahora lo sé.
Recuerdo que noté un calor subiendo por la herida recién
abierta, que luego pasó a ser un frío invernal. Parecía que el brazo estuviese
ardiendo y congelándose a la vez, pero yo no disminuí mi concentración. En mi
mente solo había lugar para el hombre bajo y deforme, cuya imagen se me
aparecía sosteniendo aún la antorcha que llevaba en los túneles, agitándola de
forma burlona mientras miraba al suelo. Intenté controlarme y no fui capaz;
sentía un odio inmenso por aquel hombre, al igual que lo hacía por Ankarán, el
General de la Orden.
De repente, todo se esfumó. Me vi a mí mismo sobre la
posada, sobre la ciudad, más flotando como una nube que volando como un pájaro.
La sensación se acrecentó cuando fui desplazado, sin poder hacer nada por
evitarlo, por encima de los cercanos tejados. Crucé el río que dividía Hoth, y
casi fui capaz de tocar la brillante cúpula de la Torre. Entonces, súbitamente,
comencé a descender a toda velocidad. Intenté colocar los brazos frente a mí,
pero la forma en la que estaba no parecía disponer de ellos, o yo al menos no
sabía cómo controlarlos.
Allí estaba. En un patio empedrado, pocos metros debajo de
mí, se encontraban Yosuf y un Hanting al que no reconocí al principio desde mi
posición elevada. Solo cuando me acerqué fui capaz de aceptar la verdad que tenía
ante mí: el traidor era el mismísimo líder de la resistencia, Tolín.
Pensé por un instante que, si hubiese estado allí de verdad,
habría acabado con ambos individuos al momento, sin dudarlo. Y un instante era
todo lo necesario para que los Dioses escucharan una Llamada, como descubrí en
aquel momento.
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