Ankarán
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Los tres Hantings temblaban ante la imponente figura de
pecho metálico, que apenas se dignó a mirarlos. Fue el otro hombre quien rompió
el tenso silencio que se había adueñado de los malolientes túneles.
–Milord Ankarán –dijo, girándose hacia él–, si me lo
permitís, querría interrogar a uno de estos.
El General se limitó a asentir, con desprecio, intentando
traspasar con su mirada la oscuridad que se extendía más allá del área
iluminada por la antorcha. Yosuf, por su parte, agarró al más pequeño de los
Hantings por el cuello y, a pesar de no ser mucho más alto y robusto que él, lo
arrojó con fuerza hacia la pared del túnel. El resto se limitaron a observar,
incapaces de reaccionar.
–Tú –dijo Yosuf, señalando a uno de los que quedaban en pie–,
dime dónde se encuentra el humano con el que estabais.
Por los Dioses que me faltó poco para dar un paso fuera de
mi escondite y enfrentarme a aquellos individuos, pero la rápida respuesta del
Hanting hizo que me detuviese.
–Humanos no bajan aquí –respondió, ignorando mi orden previa–.
Limpiamos alcantarillas, solo eso.
El otro comenzó a mover con fuerza la cabeza, afirmando
exageradamente. Ese comportamiento, que a mí me resultaba del todo artificial,
pareció convencer al hombre, que se dio la vuelta de nuevo encogiéndose de hombros.
Ankarán, sin embargo, lo apartó de un empujón y se situó frente al Hanting que
había contestado.
–Criatura, ¿pretendes engañar a un representante de la
Orden? –Sacó su espada, haciendo que un chirrido metálico retumbara por todo el
lugar–. ¿Dónde está el Tak-Harek?
–Se fue por allí. –Quien había hablado era el caído,
mientras señalaba en dirección al túnel que debía llevarme a la Torre–. Mi
señor, tened piedad.
Ocurrió muy rápido, demasiado rápido. Apenas terminada la frase,
la cabeza del Hanting salió volando, separada de su cuerpo. En un instante, los
otros dos Hantings enfrentaron un destino similar. El brillo que reflejaba la
hoja de la espada era el único indicador de que se estaba moviendo pues, de no
ser por eso, bien podía pensarse que el General observaba la escena de muerte
sin ser partícipe de ella.
Pasó su arma contra los cuerpos inertes de los Hantings,
para limpiar la poca sangre que en ella había, y luego volvió a enfundarla.
–Recompensa a tu Hanting –dijo–. Y luego, sácale toda la
información que puedas. Ven a verme mañana con los nombres de los disidentes,
su lugar de reunión y quiénes los ayudan, y te cubriré de riquezas. Fállame y
morirás.
La voz del General ya era aterradora de por sí, pero tras
escucharle decir aquello no pude evitar sentir un escalofrío. Sin responder, el
hombre ofreció la antorcha a Ankarán, que la rechazó, y regresó sobre sus
pasos, presto a cumplir las órdenes que acababa de recibir. ¿Quién no lo
hubiera hecho?
Con la mano en la empuñadura, Ankarán comenzó a andar con
lentitud en dirección a donde creía que yo me encontraba, alejándose cada vez
más de donde me encontraba en realidad. Noté que llevaba tiempo aguantando la
respiración cuando solté el aire que tenía en los pulmones, aliviado. Aunque no
solo me sentía aliviado; también traicionado y furioso. Si seguía al General y
luchaba contra él, lo más probable es que pereciera, o que acabara en una celda
oscura –como en la que me encuentro ahora, qué irónico–, y entonces el conato
de rebelión se extinguiría como unas brasas arrojadas al océano. En cuestión de
horas, el traidor delataría al resto de los suyos si yo no era capaz de
detenerlo.
Lo malo era que solo disponía de un nombre: Yosuf.
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