David J. Skinner

sábado, 28 de marzo de 2015

Relato - Puertas

No sé cuándo comenzó todo. ¿Cómo podría? Mi primer recuerdo —al menos, desde mi entrada— era la cautivadora visión de aquella mujer; una ninfa de cabello pelirrojo y largo, que caía por su espalda, con ojos claros y labios rojos y brillantes. Volví a mirar alrededor, sin poder dar crédito a lo que mis ojos observaban.

Ese extraño y deforme personaje que acababa de encontrar me devolvió la mirada, con una mezcla entre curiosidad y desconfianza. Algo curioso, teniendo en cuenta el aspecto de aquel, por así decirlo, esperpento. Llamar feo a aquel ser era como decir que el río más caudaloso era apenas un pequeño reguero de agua; no existen palabras —o yo no las conozco— para describir al horror que tenía delante. Una criatura pequeña, deforme, con pústulas por todo el rostro, que destacaban sobre todo en su desmesuradamente grande nariz.

Quisiera decir que no juzgo a la gente por las apariencias, y así es en general, pero me resultaba del todo imposible pensar que el espantoso hombre pudiera tener algo bueno que ofrecer, a mí o a cualquier persona que recorriese estas tierras lejanas. Como si pudiera leer mi pensamiento —¿quién dice que no fuera así? —, se acercó y me habló de nuevo.

Tampoco era una conversación al uso, pues las palabras no salían de su boca sino que, de alguna forma extraña, llegaban directamente a mi cerebro sin atravesar el maloliente aire del lugar.

Reproducir la charla, me temo, es imposible, así que tan solo puedo hacer un pequeño resumen, tal como mis recuerdos me dejan:

Hombre errante, no temas.
Tu destino es lo que esperas.
A un lugar lejano irás,
y allí, a ella encontrarás.
Mas, me temo, no será
viaje sin dificultad.
Prepárate bien, viajero,
o te encontrarás perdido
sin rumbo y tal vez maldito,
antes de salir del sueño.

Así fue, tras la conversación —horas y horas hablando con aquella deformidad andante—, como me percaté de la realidad. Era un sueño, pero también algo más. Un viaje emprendido desde la vigilia hasta los más recónditos y escondidos paisajes oníricos de mi mente, o de la mente de algún ente superior, un olvidado antecesor del ser humano que soltaba su rabia en aquel paisaje casi abstracto.

Intentaré no divagar y seguir con mi relato, pues cuando crucé la primera puerta, que no era una puerta, llegué a otro lugar. Un lugar que a duras penas podía siquiera llamarse lugar, y de ninguna manera denominarse agradable. No me malinterpretéis; no era desagradable. Las huestes del infierno no esclavizaban a pobres criaturas muertas por toda la eternidad, haciéndoles pagar eternamente por sus pecados, ni tampoco el sol descendía sobre la tierra, consumiéndolo todo en una vorágine de gula ardiente. Incluso, pensándolo bien, mi situación había mejorado, ya que mi anterior interlocutor había desaparecido. Eso era, sin duda, un agradecido descanso para mi vista.

A mi derecha había lo mismo que a mi izquierda, así que decidí avanzar hacia una figura lejana que parecía moverse a cientos de kilómetros de donde me encontraba. Debió de engañarme la perspectiva distorsionada del onírico lugar, pues en menos de cinco minutos me encontraba junto a un hombre alto, con una barba blanca y, cómo no, tres brazos que movía de forma graciosa.

Tal vez no os lo he dicho pero soy una persona muy educada, así que evité reírme ante los torpes movimientos de este individuo, mientras esperaba el momento adecuado para hablar con él. Fue entonces cuando me percaté de que la necesidad de comer no existía en ese mundo, porque pasaron varios días antes de poder soltar una frase, y en ese tiempo mi estómago no pareció rugir ni una sola vez. Lo cierto es que no escuchaba ningún sonido, así que también era posible que hubiera hecho algún ruido sin que me percatara. Alejé, por supuesto, esos pensamientos de mi cabeza antes de hablar.

Es difícil decir si llegué a hacerlo, puesto que las palabras que previamente había ordenado en mi cabeza no se escucharon salir de mi boca. Sin embargo, el hombre barbudo me miró, deteniendo momentáneamente sus tres brazos. El cuarto —que no había visto al principio, o que acababa de aparecer—, realizaba un pequeño movimiento, que ignoré.

Sin escucharme, continué hablando. Esperaba estar diciendo lo mismo que pensaba, o el hombre barbudo se sorprendería mucho de escuchar, por ejemplo, un trabalenguas. Terminé la última frase y esperé la respuesta. Tonto de mí, no me percaté de la futilidad de tal acción hasta que ocurrió. El hombre barbudo hablaba y hablaba sin cesar, pero no era capaz de oír ni el más mínimo sonido. Intenté, claro, leer sus labios, mas sin éxito.

Pacientemente, esperé a que terminara su muda disertación. Asentí con convicción —como he dicho, soy muy educado—, y me alejé de allí mientras el hombre barbudo movía ágilmente sus brazos, que ya eran cinco en ese momento, despidiéndose de mí. Menos mal que había gente agradable.

Sin más opciones, crucé la segunda puerta, que no era una puerta. Llegué a un lugar lleno de espejos; espejos de esos que te hacen gordo y delgado, y alto y bajo. Como no podía verme desde fuera, no sabía cuál de ellos reflejaba realmente cómo era yo. Eso me produjo una cierta inquietud, que fue rápidamente alejada cuando apareció el pastelero. Era un tipo bajito —aunque no tan bajito como el enano deforme—, y no llevaba ningún pastel encima, lo que me hizo pensar que alguien tenía hambre por ahí. De la gente que había ido conociendo, me di cuenta que era yo mismo quien más hambre tenía, así que me disculpé con el pastelero, que amablemente me hizo una rebaja por los pasteles. Menos por los de nata, claro.

Hasta más tarde no me di cuenta de que podía haber descubierto qué espejo reflejaba la verdad observando el reflejo del pastelero. Fue justo tras cruzar la tercera puerta. Curiosamente, esta puerta no era una puerta en absoluto, pero como se dejaba cruzar, hice lo propio —¿quién no lo hubiera hecho?— y llegué a un nuevo lugar.

Intuía, incluso podría decir que sabía, que mi búsqueda llegaba a su fin. El olor era agradable —casi tan agradable como los pasteles que no recordaba haber comido—, y parecía provenir de una pequeña casa a la entrada del bosque.

La casa, por supuesto, no tenía puertas, así que sin dejar de observarla me metí en el oscuro y tenebroso bosque, del que salían sonidos casi selváticos. Algo natural, dada la fauna que comencé a ver nada más entrar en él. No me costó mucho esquivar a los elefantes, ni a ellos esquivarme a mí, así que atravesé el bosque y llegué al otro lado en un lapsus relativamente corto de tiempo. Allí, a lo lejos, se encontraba ella.

Iba a gritar para llamarla, y fue entonces cuando caí en la cuenta de que no conocía su nombre. Es de muy mala educación llamar a alguien si no conoces su nombre, así que decidí acercarme a preguntárselo antes.

Era tan bella como recordaba. Al girarse, su larga mata de pelo rojo ondeó. Sus ojos claros me miraron con curiosidad, como si no me reconociera —algo imposible, por supuesto—, y abrió la boca con la intención de decir algo. O de besarme, quién sabe.

Si no hubiera cruzado la cuarta puerta, que por otra parte no era una puerta, quizá todo habría acabado allí. Por el contrario, me encontré junto a una criatura pequeña y horrible, con pústulas por toda la cara —en especial por su nariz, enorme—. Miré alrededor mientras intentaba recordar cómo había llegado allí. El único recuerdo que tenía era el de una mujer, una maravillosa criatura de largos cabellos pelirrojos, ojos claros y labios rojos y brillantes.

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