David J. Skinner

jueves, 9 de abril de 2015

Relato - Alcohol

"No llores"
El alcoholímetro ha dado positivo, sí, pero...
"¿Por qué lloras?"
... pagar una multa tampoco supone un drama.
"¡Deja de llorar!"
Vale, algunos puntos menos. No es una catástrofe.
"¿Quién eres?"
El arreglo del coche no debería resultar muy caro. Solo es una abolladura.
"Ese llanto... ¡que pare!"
Ni siquiera tengo un raspón. Lo que no entiendo es qué le pasa a esa mujer.
"No, no me mires"
No la conozco, pero me mira de una forma...
"Se acerca"
Se acerca a mí. ¿Por qué? ¿Qué quiere? ¿Por qué está llorando?
"Allí... allí detrás"
¿Qué es ese bulto? La mujer estaba agachada junto a él. La mujer que se acerca.
"No... no..."
¿Qué me está diciendo? ¿Qué me está gritando?
–¡Hijo de puta! ¡Has matado a mi niña!

sábado, 28 de marzo de 2015

Relato - Puertas

No sé cuándo comenzó todo. ¿Cómo podría? Mi primer recuerdo —al menos, desde mi entrada— era la cautivadora visión de aquella mujer; una ninfa de cabello pelirrojo y largo, que caía por su espalda, con ojos claros y labios rojos y brillantes. Volví a mirar alrededor, sin poder dar crédito a lo que mis ojos observaban.

Ese extraño y deforme personaje que acababa de encontrar me devolvió la mirada, con una mezcla entre curiosidad y desconfianza. Algo curioso, teniendo en cuenta el aspecto de aquel, por así decirlo, esperpento. Llamar feo a aquel ser era como decir que el río más caudaloso era apenas un pequeño reguero de agua; no existen palabras —o yo no las conozco— para describir al horror que tenía delante. Una criatura pequeña, deforme, con pústulas por todo el rostro, que destacaban sobre todo en su desmesuradamente grande nariz.

Quisiera decir que no juzgo a la gente por las apariencias, y así es en general, pero me resultaba del todo imposible pensar que el espantoso hombre pudiera tener algo bueno que ofrecer, a mí o a cualquier persona que recorriese estas tierras lejanas. Como si pudiera leer mi pensamiento —¿quién dice que no fuera así? —, se acercó y me habló de nuevo.

Tampoco era una conversación al uso, pues las palabras no salían de su boca sino que, de alguna forma extraña, llegaban directamente a mi cerebro sin atravesar el maloliente aire del lugar.

Reproducir la charla, me temo, es imposible, así que tan solo puedo hacer un pequeño resumen, tal como mis recuerdos me dejan:

Hombre errante, no temas.
Tu destino es lo que esperas.
A un lugar lejano irás,
y allí, a ella encontrarás.
Mas, me temo, no será
viaje sin dificultad.
Prepárate bien, viajero,
o te encontrarás perdido
sin rumbo y tal vez maldito,
antes de salir del sueño.

Así fue, tras la conversación —horas y horas hablando con aquella deformidad andante—, como me percaté de la realidad. Era un sueño, pero también algo más. Un viaje emprendido desde la vigilia hasta los más recónditos y escondidos paisajes oníricos de mi mente, o de la mente de algún ente superior, un olvidado antecesor del ser humano que soltaba su rabia en aquel paisaje casi abstracto.

Intentaré no divagar y seguir con mi relato, pues cuando crucé la primera puerta, que no era una puerta, llegué a otro lugar. Un lugar que a duras penas podía siquiera llamarse lugar, y de ninguna manera denominarse agradable. No me malinterpretéis; no era desagradable. Las huestes del infierno no esclavizaban a pobres criaturas muertas por toda la eternidad, haciéndoles pagar eternamente por sus pecados, ni tampoco el sol descendía sobre la tierra, consumiéndolo todo en una vorágine de gula ardiente. Incluso, pensándolo bien, mi situación había mejorado, ya que mi anterior interlocutor había desaparecido. Eso era, sin duda, un agradecido descanso para mi vista.

A mi derecha había lo mismo que a mi izquierda, así que decidí avanzar hacia una figura lejana que parecía moverse a cientos de kilómetros de donde me encontraba. Debió de engañarme la perspectiva distorsionada del onírico lugar, pues en menos de cinco minutos me encontraba junto a un hombre alto, con una barba blanca y, cómo no, tres brazos que movía de forma graciosa.

Tal vez no os lo he dicho pero soy una persona muy educada, así que evité reírme ante los torpes movimientos de este individuo, mientras esperaba el momento adecuado para hablar con él. Fue entonces cuando me percaté de que la necesidad de comer no existía en ese mundo, porque pasaron varios días antes de poder soltar una frase, y en ese tiempo mi estómago no pareció rugir ni una sola vez. Lo cierto es que no escuchaba ningún sonido, así que también era posible que hubiera hecho algún ruido sin que me percatara. Alejé, por supuesto, esos pensamientos de mi cabeza antes de hablar.

Es difícil decir si llegué a hacerlo, puesto que las palabras que previamente había ordenado en mi cabeza no se escucharon salir de mi boca. Sin embargo, el hombre barbudo me miró, deteniendo momentáneamente sus tres brazos. El cuarto —que no había visto al principio, o que acababa de aparecer—, realizaba un pequeño movimiento, que ignoré.

Sin escucharme, continué hablando. Esperaba estar diciendo lo mismo que pensaba, o el hombre barbudo se sorprendería mucho de escuchar, por ejemplo, un trabalenguas. Terminé la última frase y esperé la respuesta. Tonto de mí, no me percaté de la futilidad de tal acción hasta que ocurrió. El hombre barbudo hablaba y hablaba sin cesar, pero no era capaz de oír ni el más mínimo sonido. Intenté, claro, leer sus labios, mas sin éxito.

Pacientemente, esperé a que terminara su muda disertación. Asentí con convicción —como he dicho, soy muy educado—, y me alejé de allí mientras el hombre barbudo movía ágilmente sus brazos, que ya eran cinco en ese momento, despidiéndose de mí. Menos mal que había gente agradable.

Sin más opciones, crucé la segunda puerta, que no era una puerta. Llegué a un lugar lleno de espejos; espejos de esos que te hacen gordo y delgado, y alto y bajo. Como no podía verme desde fuera, no sabía cuál de ellos reflejaba realmente cómo era yo. Eso me produjo una cierta inquietud, que fue rápidamente alejada cuando apareció el pastelero. Era un tipo bajito —aunque no tan bajito como el enano deforme—, y no llevaba ningún pastel encima, lo que me hizo pensar que alguien tenía hambre por ahí. De la gente que había ido conociendo, me di cuenta que era yo mismo quien más hambre tenía, así que me disculpé con el pastelero, que amablemente me hizo una rebaja por los pasteles. Menos por los de nata, claro.

Hasta más tarde no me di cuenta de que podía haber descubierto qué espejo reflejaba la verdad observando el reflejo del pastelero. Fue justo tras cruzar la tercera puerta. Curiosamente, esta puerta no era una puerta en absoluto, pero como se dejaba cruzar, hice lo propio —¿quién no lo hubiera hecho?— y llegué a un nuevo lugar.

Intuía, incluso podría decir que sabía, que mi búsqueda llegaba a su fin. El olor era agradable —casi tan agradable como los pasteles que no recordaba haber comido—, y parecía provenir de una pequeña casa a la entrada del bosque.

La casa, por supuesto, no tenía puertas, así que sin dejar de observarla me metí en el oscuro y tenebroso bosque, del que salían sonidos casi selváticos. Algo natural, dada la fauna que comencé a ver nada más entrar en él. No me costó mucho esquivar a los elefantes, ni a ellos esquivarme a mí, así que atravesé el bosque y llegué al otro lado en un lapsus relativamente corto de tiempo. Allí, a lo lejos, se encontraba ella.

Iba a gritar para llamarla, y fue entonces cuando caí en la cuenta de que no conocía su nombre. Es de muy mala educación llamar a alguien si no conoces su nombre, así que decidí acercarme a preguntárselo antes.

Era tan bella como recordaba. Al girarse, su larga mata de pelo rojo ondeó. Sus ojos claros me miraron con curiosidad, como si no me reconociera —algo imposible, por supuesto—, y abrió la boca con la intención de decir algo. O de besarme, quién sabe.

Si no hubiera cruzado la cuarta puerta, que por otra parte no era una puerta, quizá todo habría acabado allí. Por el contrario, me encontré junto a una criatura pequeña y horrible, con pústulas por toda la cara —en especial por su nariz, enorme—. Miré alrededor mientras intentaba recordar cómo había llegado allí. El único recuerdo que tenía era el de una mujer, una maravillosa criatura de largos cabellos pelirrojos, ojos claros y labios rojos y brillantes.

jueves, 26 de febrero de 2015

Una nueva reseña de la novela

Sí, la novela cuenta ya con unas cuantas reseñas desde que fue publicada, allá por 2012. Pero esto no quiere decir que cuando alguien habla nuevamente de ella (y si es bien, ya ni os cuento), no sea una ilusión para mí.

Si añadimos que el autor del siguiente texto ha sido profesor durante años y que, además, está interesado en el ajedrez dentro de la literatura, no podía por menos que publicar por aquí el contenido de dicha reseña, no sin antes agradecerle el tiempo dedicado a escribirla.



David J. Skinner ha publicado una breve novela policíaca que se lee con sumo interés en torno a unos asesinatos cuyo autor deja una pieza de ajedrez al lado de la víctima y otra atravesada en su garganta.

El escritor prescinde voluntariamente de una localización precisa porque, dice, “lo importante eran los personajes”.

Dos de los más importantes de ellos son los policías encargados de investigar el caso: Fernando Roca, el comisario de la Brigada de Homicidios, que teme la sanción de sus superiores si no resuelve con celeridad esos crímenes, y su subordinado, el inspector Andrés Núñez, que tiene problemas con el alcohol y por el que el autor muestra una manifiesta simpatía al anunciarnos que lo incluirá en otra de sus novelas. Ambos se profesan una evidente antipatía y el primero actúa con una desproporcionada severidad hacia el segundo.

Un tercer interesado en esclarecer a toda costa el caso es el periodista y fotógrafo Carlos Sanz, cuyo trabajo se vería altamente reconocido si solucionara el criminal embrollo.

Les ayuda el sicólogo Raúl Castañeda, que aventura hipótesis sobre los rasgos que definen la personalidad del asesino o asesinos.

Sus cuatro primeras víctimas parecen no tener relación alguna entre sí, aunque alguien aventura su conexión con el hospital Virgen de los Remedios, en torno al cual se ha visto merodear a un sospechoso.

Hace un mes, más o menos, que han empezado los crímenes pero su resolución se centra en los últimos ocho días, a cada uno de los cuales viene adjudicada una pieza de ajedrez (no la de las víctimas) que guarda una cierta relación simbólica con cada uno de los principales personajes de la novela.

Una partida en que los protagonistas van moviendo sus piezas y colocándolas en un puzle que al final encaja de un modo sorprendente.

El libro se presenta con una bella portada, creada por su propio autor, un madrileño de padre norteamericano que, aparte de los relatos publicados, nos promete otros interesantes thrillers.


Josep Mercadé Riambau

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Relato - El regalo

Andrés sacó las llaves del portal varios metros antes de llegar, y durante los últimos pasos se dedicó a jugar con el pequeño llavero que había recibido como regalo hacía tantos años. Abrió la maciza puerta de madera y se introdujo en la oscuridad del interior con la naturalidad que acompaña a los actos reiterativos.

Esta vez, sin embargo, no sería como las demás veces.

Ya antes de pulsar el interruptor e iluminar el pasillo, le pareció ver un pequeño bulto junto a la puerta de su casa. Algo cuadrado, pequeño e inmóvil.

—¿Qué…? —Era una caja envuelta con una cinta roja, como si se tratara de un regalo. Miró alrededor, como esperando que alguna persona apareciese tras una de las puertas anteriores a la suya felicitándole erróneamente por su cumpleaños. Llegó hasta la caja sin que ninguna puerta se abriese y se agachó junto a ella.

Descartado el falso cumpleaños, las opciones eran pocas. Por su cabeza pasaron decenas de películas en las que un personaje abría una misteriosa caja para terminar volando en mil pedazos, o bien descubría en su interior alguna parte del cuerpo de un ser querido. Pero él no tenía seres queridos, después de todo, ni tampoco creía que nadie se tomara el tiempo y la molestia de fabricar una bomba para acabar con su vida, habiendo formas más rápidas y económicas. Así pues, ¿qué podía hallar dentro?

Solo había una forma de descubrirlo.

Desató el lazo con más facilidad de lo esperado y se dispuso a levantar la tapa. El corazón, cuyo ritmo ya había aumentado antes, ahora parecía querer salir cabalgando de su pecho. Respiró profundamente antes de mirar el interior.

Nada.

La movió con brusquedad un par de veces y acabó volteándola, sin obtener ningún resultado. En lugar de calmarle, la inesperada vacuidad resultaba más inquietante que cualquier cosa que pudiera haber encontrado dentro. ¿Qué significaba aquello?

—¿Es alguna clase de broma? —gritó, volviendo a mirar en dirección a las puertas inmóviles—. ¿¡Es una broma, hijos de puta!?

Lanzó la caja contra una de las puertas, sin conseguir otra cosa que un leve sonido de cartón contra madera.

—¿Andrés?

Era una voz de mujer. Su voz.

—¿Cecilia? —preguntó tímidamente—. ¿Eres tú?

No podía tratarse de ella. Aunque, la verdad, sonaba igual que ella.

Se acercó hasta el origen de la voz, que no era otro que la propia caja vacía. Los latidos eran ahora tan fuertes que notaba cómo las venas de todo su cuerpo parecían a punto de estallar; la cabeza le dolía, y las piernas apenas eran capaces de obedecer sus órdenes. Con esfuerzo, logró llegar hasta la caja y se agachó junto a ella, recogiéndola de nuevo.

—Es ahora o nunca —dijo otra voz, esta vez de hombre. No fue capaz de reconocer de quién se trataba, a pesar de que le resultaba familiar. Mientras giraba el objeto entre sus manos, la luz comenzó a atenuarse en el pasillo. No se apagó de golpe, como era habitual, sino que le pareció ver tentáculos negros que dejaban tras de sí un rastro aterrador de negrura.

Porque sí, Andrés sintió miedo ante la oscuridad que parecía querer engullirle. Una vez más pudo escuchar a Cecilia —estaba seguro de que se trataba de ella—, si bien las palabras resultaban lejanas, incomprensibles. Las manos le temblaban, y poco faltó para que dejase caer la caja. En lugar de eso, observó su interior una vez más. Había algo dentro, después de todo; podía ver una pequeña sala con diminutos individuos moviéndose en su interior. Y había una luz.

Notaba el frío que trasmitían las tinieblas que estaban cerniéndose sobre él, exhortándole para que saliera corriendo y dejase aquel objeto. Sabía que si entraba en casa todo estaría bien. Y, aun así…

—¡Cecilia! —gritó con fuerza— ¿Puedes escucharme?

La oscuridad le envolvió. Era el fin.

—Te escucho, mi amor.

Abrió los ojos con esfuerzo. Se encontraba en aquella sala, que ya no era pequeña, junto a un hombre sonriente con bigote y pelo escaso, vestido de médico. A su derecha se encontraba Cecilia quien, a pesar de tener lágrimas en los ojos, también mostraba una sonrisa.


(Este es uno de los ejercicios que Literautas propone. Podéis ir a la página de su grupo en Goodreads en Goodreadshttp://www.goodreads.com/group/show/105356-literautas, o a su blog en http://www.literautas.com/es/blog/)