Todo sucedió muy deprisa, o eso me pareció a mí. Era casi la hora de cerrar la sucursal; solamente quedaban cuatro clientes dentro cuando entraron los dos individuos encapuchados.
—¡Al suelo, joder! —fueron las primeras palabras del que iba en cabeza, mientras levantaba el revólver que llevaba en la mano derecha.
Marta, la nueva becaria, fue la única que se mantuvo en pie tras el grito, levantando las manos. Los demás no dudamos ni un instante en obedecer la orden del asaltante.
—¡Tú, puta! ¡He dicho al suelo!
La miré. Estaba temblando, completamente paralizada por el miedo, e incapaz de seguir aquellas sencillas instrucciones. Temí que ese tipo utilizara su arma contra ella, así que me decidí a hablar.
—Obedeceremos, tranquilo —le dije, sin atreverme a levantar la vista en su dirección—. Déjame que la ayude a tumbarse, ¿de acuerdo?
Tras un tenso silencio, el atracador consintió en ello. Intentando hacerlo de la manera más lenta posible, me levanté y avancé en dirección a Marta. Sus ojos se cruzaron con los míos, aunque parecía incapaz de mover ni tan siquiera la cabeza. Le puse una mano en el hombro antes de hablar.
—No va a pasar nada. Si hacemos lo que nos dicen, seguro que todo irá bien.
Logró asentir con cierto esfuerzo, y comenzó a bajar los brazos a la vez que esbozaba algo que podía pasar por una sonrisa. En ese instante, lo juro, yo estaba convencido de lo que acababa de decir.
Me equivocaba.
—¡Eh, tú! ¿Qué coño haces?
Me imaginé cómo el revólver me apuntaba a la cabeza, con un dedo ansioso a punto de apretar el gatillo. Cuando me di la vuelta, la realidad era otra: el segundo atracador había sacado también un arma —una pistola—, y apuntaba hacia el suelo. Uno de los clientes sostenía un pequeño teléfono móvil, quién sabe si con la intención de realizar una llamada o de hacer una fotografía. Sea como fuere, aquello no le había gustado nada al hombre de la pistola, que parecía más que dispuesto a usarla en breves segundos.
Ambos llevaban pasamontañas, lo que hacía que sus voces sonaran ahogadas. Eso, sin embargo, no impidió que reconociera la voz de quien acababa de hablar.
—¿Pedro? —pregunté, dándome cuenta de mi error al instante. Dejó de apuntar al del móvil para hacer de mí el objetivo de su pistola. En un arranque de valor, o tal vez de locura, le dije—: No os vais a salir con la vuestra. Lo sabes.
Milagrosamente, mis palabras no hicieron que Pedro disparase sino que bajase el arma y se dispusiera a guardarla. El primer atracador, el del revólver, observaba la escena sin decir nada.
—Vámonos —dijo Pedro.
—¿Irnos? ¿Estás loco? Ese tío te ha reconocido, y si llega a ti…
—¿Y qué quieres que haga, eh? —Pedro levantó la voz.
Eso no pareció gustarle nada al otro.
Le disparó en la cara.
¿Ya había dicho que Marta estaba más calmada? En aquel instante, un agudo grito a mi espalda dejaba claro que los nervios de la mujer habían llegado a su límite. Al mismo tiempo, empezó a sonar la alarma. Supongo que fue Juan quien la activó. El atracador, con el revólver aún humeante, apuntó hacia Marta. Uno nunca sabe cómo puede reaccionar en una situación así. Si me hubiesen preguntado hace un par de días, seguramente mi respuesta hubiera sido que me tiraría al suelo, intentando no ver ni oír lo que ocurría a mi alrededor.
Lo que hice fue interponerme entre el revólver y la mujer. En última instancia, entre la bala y ella.
No fue como un golpe, ni como un pinchazo; más bien, como una quemazón intensa y rápida en el pecho. La alarma seguía sonando, ahogada por los gritos cada vez más fuertes —eso pensé, al menos— de Marta. Creo que escuché sirenas, golpes, más disparos… Pero aquello cada vez quedaba más y más lejos de mí.
Porque, cuando todo terminó, yo ya estaba muerto.
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