David J. Skinner

jueves, 26 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 10



Caboral


(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)

Había pasado la mayor parte de mi vida en Yutino, y cuando entré a formar parte del ejército conocí pueblos y ciudades más grandes, que contenían todo lo que una persona podía llegar a imaginarse. Eso creía, hasta que empecé a caminar por las intrincadas calles de la ciudad de cristal. Mi vestimenta, que a mi entender me haría pasar inadvertido, era objeto de continuas miradas reprobatorias, pues los habitantes de Hoth vestían todos sedosos vestidos o elegantes trajes.

Mi primera labor, por tanto, era conseguir ropa nueva. Tenía algo de dinero, no mucho, y pasó por mi mente que no sería necesario que gastase ni una sola moneda si usaba los conocimientos aprendidos en el Camino. Sin embargo, pensar en usar la ayuda de los Dioses tan cerca del Gran Adalid me produjo un escalofrío. ¿Y si era capaz de notarlo? Necesitaba descubrir muchas cosas antes de encontrarme con él, y no quería precipitar esa reunión por una fruslería.

Así pues, me dejé casi la mitad de mi patrimonio en cambiar mi atuendo, y otro tanto consiguiendo alojamiento y comida, en una modesta pero céntrica y limpia posada, para un par de semanas; tiempo, a mi entender, más que suficiente para realizar mis pesquisas.

No fue el azar o la suerte, sino la voluntad de los Dioses la que hizo que, mientras saboreaba la insulsa cena —pues ya no notaba sabor en nada que no fuese comida Hanting—, llegara a mis oídos una extraña conversación.

—¿Te has enterado de lo planea Tamiré? —dijo un hombre cuyo aspecto poco cuidado contrastaba con la elegancia en su vestir—. Al viejo se le está yendo la cabeza.

—¿Estás loco? —exclamó su interlocutor, dejando bruscamente la bebida que tenía en la mano sobre la mesa. Bajó la voz al percatarse de que su grito había atraído la atención de buena parte de los comensales—. ¿Cómo te atreves a decir esas cosas, y justo aquí? Si algún miembro de la Orden te escucha…

—Bueno, bueno —respondió, meneando distraídamente la mano izquierda, como quitando importancia a lo que acababa de decir—. La cuestión es que el Gran Adalid, según se rumorea, quiere hacer una purga de Hantings.

—¿Una purga?

—Sí —siguió diciendo el primero—, eso he oído. Matar a todos los esclavos, salvo a las crías más pequeñas. ¿Te das cuenta de lo que supone eso?

—De lo que me doy cuenta es de que tendremos que vender los nuestros, si no queremos acabar arruinados. —Tomó de nuevo la jarra y dio un buen trago de su contenido, meditando bien sus palabras antes de continuar—. Aunque dudo mucho que ese rumor sea auténtico; supondría un caos económico terrible.

Ignoré el resto de la conversación, que bien podía haber versado sobre jarrones o mulas, pues los dos individuos se dedicaron a echar cuentas del valor de sus esclavos y de cómo poder venderlos al mejor precio y a la mayor brevedad si, en efecto, el Gran Adalid imponía dicha medida. La poca hambre que tenía desapareció, y mi mente se llenó de indignación y de vergüenza, tanto por la posible purga como por la conversación de aquellos hombres.

Esa primera noche no fui capaz casi de dormir, alterado como me encontraba tras haber escuchado aquello. ¿Cómo podía el Gran Adalid plantearse algo tan monstruoso? Estoy convencido de que, si Tamiré se hubiera presentado ante mí aquella noche, mi anteriormente clara voluntad de dialogar hubiera dado paso a una actitud más beligerante.

Tal cosa no sucedió, por supuesto. A la mañana siguiente, después de tomar un gran cuenco de desabrida leche, comencé mis pesquisas por las calles de Hoth.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 9

Rauta


(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)

Fue entonces, al comenzar mi camino hacia la capital, que pensé por primera vez en la crueldad con la que el destino me había tratado, manteniéndome incólume en Surterro para acabar roto por dentro, dividido entre los dos mundos a los que pertenecía, y planteándome seriamente mi posible enfrentamiento a muerte con el Gran Adalid. Resultaba una herejía pensar siquiera en aquella opción y, sin embargo, a pesar de las palabras de mi hermana, mi voluntad de asistir a los Hantings aumentaba cada vez más. Tal vez porque ayudarlos significaba, o eso quería creer, ayudar a todo el mundo; acabar de una vez por todas con esa guerra fratricida.

Durante los primeros días de viaje no encontré apenas rastro de vida. Estaba la tercera jornada llegando a su fin cuando, a lo lejos, avisté el desfiladero donde mi tragedia comenzó. Avancé hasta allí, incluso tras la caída de la noche, y no me detuve hasta alcanzar mi destino. Admito que esperaba encontrar centenares de cadáveres descompuestos sobre las rocas, aunque tal cosa no sucedió; ya había pasado mucho tiempo, y los cuerpos —lo que hubiera quedado de ellos— estarían enterrados, tal vez en una enorme fosa común.

Aun así, caí de rodillas al suelo y lloré amargamente pensando en mis compañeros de armas, cuyas muertes pesaban en mi conciencia, pues había sido yo quien se autoproclamó líder en aquellos momentos dramáticos. Observé las oscuras cavernas de las que salieron los Hantings, ahora vacías e inocuas. Nunca llegué a hablar con Yaara sobre aquello, y aun hoy no estoy seguro de si los asaltantes pertenecían a la misma ciudad donde yo residí, o se trataba de otro clan diferente.

Sin temor, entré en una de las grutas y pasé allí la noche, resguardado de los elementos y de las posibles fieras. A la mañana siguiente, reemprendí mi marcha escalando los gigantescos cascotes, por no rodear el desfiladero y demorar mi llegada a la capital varios días más.

Sí, tuve algunos encuentros, pero ninguno reseñable. Los pocos Hantings que, como obedientes y mutiladas mascotas, acompañaban a sus dueños humanos, tenían la misma expresión de desolación que aquel del carromato. Ni rastro de Separatistas, ni de ningún otro Hanting con la más mínima autodeterminación en la mirada.

Por fin, al octavo día, atisbé las altas torres acristaladas de Hoth, la capital. Hogar del Gran Adalid, la voz de los Dioses, y también el responsable de que el enfrentamiento entre Hantings y humanos prosiguiese. El hombre que había decretado la mutilación de Hantings inocentes.

Aún no había tomado una decisión y, por más que Yaara me hubiese indicado que las profecías marcarían mis pasos, seguía creyendo en mi libre albedrío. No confrontaría a Tamiré todavía; antes debía investigar bien lo que ocurría en la ciudad, y qué mejor forma que haciéndome pasar por el ayudante de un importante mercader. Sí, eso haría: indagar y obtener respuestas, antes de actuar.

Con ese pensamiento, crucé la puerta dorada y entré en la ciudad de cristal.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Un fin de semana de crímenes y de ajedrez...

¡Atencíon! Solo desde el viernes 20 hasta el domingo 22 de diciembre, tenéis la oportunidad de conseguir la versión digital de Los crímenes del ajedrez...


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Sinopsis

Cuatro terribles crímenes, sin relación aparente entre ellos excepto las piezas de ajedrez encontradas en todos los escenarios, harán que tres personas completamente distintas, cada una con su propia motivación, se vean inmersas en una trama más retorcida de lo que podrían haber imaginado.

Andrés Núñez, un inspector de la policía ex alcohólico, se encontrará absorbido por el caso, mientras lucha contra sus propios demonios.

Fernando Roca, el comisario al cargo dentro de la Brigada de Homicidios de la Policía Judicial, deberá encontrar al culpable antes de que sus superiores decidan usarle como cabeza de turco.

Carlos Sanz, periodista y fotógrafo, estará dispuesto a hacer cualquier cosa para obtener el reconocimiento que, tras muchos años de profesión, está finalmente consiguiendo gracias a los recientes asesinatos.

¿Serán capaces entre todos de descubrir al asesino y detener los horribles crímenes? Y, ¿qué precio deberán pagar para hacerlo?


Los lectores dicen...

[...su lectura me ha recordado a aquellos capítulos de televisión que suceden rápidamente, en los que piensas una cosa y termina siendo otra totalmente diferente, y ese factor sorpresa hace que la serie te enganche todavía más.]

[...te sumerge directamente en la acción.]

[Sencillo y directo. Una lectura que no te deja soltarla.]

[...no abunda en detalles innecesarios; hace que la lectura sea ligera]

[...mantiene lo que siempre es fundamental: suspense, misterio, fluidez, buen argumento y personajes carismáticos. Me ha enganchado bastante.]


No tenéis ninguna obligación de hacerlo, claro, pero...

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jueves, 19 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 8

Nagüela



(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)

La sensación de paz que me embargó al divisar Yutino fue indescriptible. Los problemas de los Hantings, mis años como Errante, incluso el amor que sentía por Yaara… Todo se alejó de mi mente, a la par que los olores y las sensaciones que no sentía desde hacía mucho tiempo regresaban a mí. Allí, la debacle que se cernía sobre el mundo parecía muy lejana, y deseé no dejar jamás el lugar que nunca debí abandonar.

No reconocí a los primeros vecinos con los que me crucé, que me miraron recelosos y con miedo, sin responder a mis corteses saludos. Una extraña sensación se fue apoderando de mí, aunque no presté demasiada atención hasta llegar a la pequeña cabaña en la que había nacido y crecido, en compañía de mi hermana y de mis padres. ¿Seguirían todos con vida? El Éxodo Sangriento, por lo que yo sabía, no se hizo notar en el pueblo, y dudaba que el último alzamiento de los Hantings hubiese alterado la habitual calma de la villa. Aun así, me mantuve un buen rato delante de la puerta, antes de golpearla con los nudillos.

—¿Quién va? —preguntó una ajada voz femenina al otro lado. La entrada se abrió sin darme tiempo a responder.

—Madre…

La anciana mujer se quedó quieta, observándome sin dar crédito a lo que sus ojos veían. Sin lugar a dudas, las noticias de mi participación en la batalla de Surterro habían llegado hasta allí, y mi madre solo podía esperar que mi muerte hubiera sido rápida. Ni en sus más locos sueños podía haber sobrevivido a aquello, y lo cierto era que mi supervivencia era una cuestión de difícil explicación. Por suerte, ni ella ni mi hermana pequeña, a la que me encontré en el interior ya convertida en mujer, quisieron sacar ese tema. Me abrazaron sin hacerme preguntas, felices de recuperarme, y dieron gracias a los Dioses por mi regreso.

Necesitaba relajarme, volverme a sentir humano de nuevo, y tomé la decisión de retrasar mi misión durante unos días. Volví a probar la comida del campo, a dormir en una cama, a hablar con gente como yo… y fue entonces cuando me di cuenta: ya no era el que había sido. La comida no tenía sabor, y la blanda cama resultaba incómoda en comparación al pedregoso lecho en el que había dormido por un lustro. Y la gente… no era como yo. Nadie lo era.

—¿Qué te ocurre, hijo mío? —me preguntó preocupada mi madre, en mi tercer día de estancia en Yutino.

—Hay cosas que debes saber. Que debéis saber ambas —dije, mirando también a mi hermana—. En la batalla de Surterro fui capturado por los Hantings.

Así comencé mi historia, y después les conté todo lo acaecido en la ciudad Hanting, a excepción de mi romance con Yaara; mi cautiverio inicial, las profecías, mi recorrido por el Camino… y, por último, la tarea que me habían encomendado. Intentaron mantener la calma, pero durante la última parte de mi relato no pudieron reprimir su asombro.

—Aquí estoy ahora —concluí—, sin saber a qué lado de la fina línea en que me hallo se encuentra el bien, y hacia dónde el mal.

—Hermano, ¿cómo puedes siquiera planteártelo? —me preguntó mi hermana, a la vez que mi madre se levantaba en silencio a servirse una taza de infusión—. Si en verdad posees ese poder que dices, tu obligación es usarlo para acabar con la amenaza de los Hantings. ¿No te das cuenta de que te han intentado lavar el cerebro?

—Cuando regresaba, pude ver las aberraciones que el Gran Adalid ha promulgado a través de su Ley de Domesticación. Ni aunque fueran bestias sin mente…

—¡Son bestias sin mente! ¡Bestias salvajes, que no dudan ni un instante en acabar con familias enteras! Ay, hermano; no sabes todo lo ocurrido en tu ausencia. Después de que padre se uniese a las milicias, hubo un asalto Hanting en Yutino. No, en realidad se trató de una masacre.

»Madre y yo estábamos ese día en el río, lavando la ropa. Al principio pensamos que se trataba de un desprendimiento de rocas, tal era el estrépito que se oyó. Caminamos de regreso al pueblo, pero los gritos nos hicieron detener y acercarnos con cautela. Vimos a una de esas abominaciones de la naturaleza, sujetando al pequeño Tim, mientras su madre lloraba de rodillas. Cuando nos fijamos mejor, descubrimos que en realidad aquel monstruo azul había atravesado al niño con sus garras, ante la mirada de su desconsolada madre.

»Otro apareció tras ella, cercenando su cuello antes de que tuviese tiempo de darse la vuelta. Y rieron. ¡Se rieron! Esa fue solo una de las escenas que contemplamos en silencio, escondidas, con la sangre hirviéndonos en las venas, y sabiendo que cualquier acción por nuestra parte no lograría detener aquella orgía de sangre, sino únicamente formar parte de ella. Tras su paso, la mitad de la aldea había muerto. ¿Esos son a los que quieres salvar? ¿Esas bestias sin alma ni corazón?

Mi madre estaba girada, y no pude ver las lágrimas que caían de sus ojos, aunque las percibí con claridad. El rostro de mi hermana estaba enrojecido; sus dientes, apretados, y sus ojos ardían con un odio que jamás hubiera imaginado capaz de surgir de aquel ser angelical a quien tantas trastadas había hecho siendo niño, sin recibir ni un solo reproche por su parte. Entendía su dolor pero, por desgracia, también era consciente del dolor que había sufrido, y seguía sufriendo, el pueblo Hanting.


La conversación terminó en ese instante, y el resto del día nos mantuvimos en un incómodo silencio. Antes de que el sol iluminara Yutino, a la mañana siguiente, cogí algunas provisiones, unas mudas de ropa, y salí en silencio del que había dejado de ser mi hogar desde hacía tiempo.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 7

Rehús



(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)

Ignoro si los Hantings no poseen mapas, o tan solo no quisieron proveerme de uno. En cualquier caso, las indicaciones que me dieron para regresar a mi aldea natal fueron precisas, pues en apenas tres jornadas alcancé mi destino. Un largo viaje me esperaba desde allí hasta la capital, pero no quería emprender ese viaje sin visitar a las gentes que me vieron crecer; sin volver a ver a mi amada familia.

Contaba con ropa nueva o, como poco, limpia, e incluso me devolvieron la misma espada que llevaba durante el enfrentamiento de Surterro. Tuve pocos encuentros en mi camino, destacando quizá el que ocurrió con un mercader de telas y su esclavo Hanting. Aún puedo recordarlo como si hubiera sido hace un par de días.

—¡Amigo! —me gritó el mercader, levantando la mano derecha y haciendo detener su carromato cerca de mí—. ¿Necesita que le lleve?

—Voy a Yutino —dije. En vista de la cara del hombre, tuve que dar más datos—. Es un pequeño pueblo, al sureste de Yun.

—¡Ah! Pues entonces, suba. Podré acercarle un poco, al menos.

Antes de aceptar su invitación y subir al carromato, que estaba tirado por dos enclenques jamelgos, me fijé en la pequeña criatura que, casi escondida, le acompañaba. Un Hanting, que me pareció muy diferente a todos los que había conocido durante los años anteriores, caminaba con la cabeza gacha junto al vehículo. El hombre se percató del objeto de mi atención.

—No se preocupe, está domesticado —me dijo—. Entiendo que se preocupe, con todo lo que ha estado ocurriendo últimamente.

Tras una breve presentación mutua, y un par de frases intrascendentes, intenté enterarme de esos sucesos a los que se había referido.

—Lo cierto —comencé a contarle— es que llevo un tiempo de retiro, en las montañas, y no estoy al corriente de todo lo que ha pasado.

Me miró, incrédulo. Debía ser algo muy importante y, por un momento, pensé irracionalmente que sabría de mi nueva filiación. Mi preocupación se alejó al ver su sonrisa medio desdentada.

—Hijo, aunque hayas estado metido en un hoyo, tienes que haber escuchado lo del levantamiento. —Asentí con timidez, pues no quería parecer sospechoso—. Hace un par de años, estas bestias comenzaron a atacar a sus dueños indiscriminadamente. De no haber intervenido nuestro Gran Adalid en persona, es probable que hubiese ocurrido un nuevo Éxodo. Ahora, con la Ley de Domesticación, podemos descansar tranquilos otra vez.

Iba a preguntarle sobre esa Ley, pero antes decidí examinar más a fondo al esclavo Hanting: sus manos eran poco más que muñones y, a través de su boca a medio abrir, pude observar que le habían arrancado todos los dientes. Pensé en Yaara, y en que ese habría sido su destino de no haber huido. Los ojos del Hanting me miraron, con una mirada vacía, sin esperanza…, sin alma.

Creo que algo habría dicho; una recriminación, una crítica, o tal vez una blasfemia… Sin embargo, una inesperada aparición evitó que eso ocurriera.

El Jurla.

Mi sorpresa no fue nada en comparación a la del mercader, que jamás había visto, ni siquiera había pensado que existiera, una criatura así. Sin duda, de saber cómo ataca un Jurla, jamás habría abierto la boca para gritar. El ser ultraplanar se introdujo por su boca y bajó por la garganta con una velocidad mayor a la de cualquier criatura de este mundo. Atravesó todo su cuerpo, y luego el suelo del carromato. No sufrió, pues estoy convencido de que ni llegó a enterarse de lo que había pasado.

Si no recuerdo mal, ya había contado que los seres convocados eran controlados por el invocador; lo cierto es que hay un pequeño matiz en eso. No obedecen a los pensamientos o a la voluntad del adalid, sino a sus más profundos sentimientos y emociones. Están atados al alma, no a la mente.

Me resulta imposible responder a por qué el Jurla me siguió, en lugar de quedarse en la comodidad y seguridad de la ciudad Hanting, donde lo había dejado. La cuestión es que había matado a un hombre, y yo era responsable de ello. Iba a devolverlo a su mundo cuando un sonido atrajo mi atención.

 —¡¡Gnnnnaahhh!!

Cuando el esclavo Hanting gritó —o gruñó, más bien— me percaté de que sus garras y dientes no eran las únicas cosas que la infeliz criatura había perdido. Al parecer, la extirpación de lenguas estaba también recogida en aquella Ley de Domesticación. Sin fijarse en nada más, se dirigió junto al espetado cuerpo de su difunto amo, arrodillándose junto a él y gimiendo de una forma que me produjo a la vez ira y piedad. Levanté mi espada y la descargué con fuerza sobre su cuello, acabando así con una vida de esclavitud y sufrimiento que, sin lugar a dudas, no iba a mejorar ya.

Dejé ambos cuerpos pudriéndose bajo el sol estival, y yo seguí mi camino con el carromato, sin volver a ver al Jurla durante el resto del viaje. Como ya he dicho antes, tres días después de mi partida desde la ciudad Hanting, llegué a Yutino.

martes, 17 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 6

Paráclito



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Korlam tardó tres años, según las leyendas, en dominar los Poderes Divinos. A mí me llevó algo más. Cinco años después de empezar mi aprendizaje, cerré el último libro y dejé de ser un Errante para convertirme en un adalid. Yaara, a quien ya consideraba mi esposa a pesar de no haber realizado ritual alguno que lo confirmase, se inclinó ante mí.

—Las profecías se van cumpliendo, Tak-Harek. Has dejado de ser un alumno y ya eres un maestro.

—Tú siempre serás la maestra, Yaara —respondí—, y yo siempre seré tu alumno.

Sí, sentía admiración por ella, además de amor. Pensaba que, gracias a sus enseñanzas, podría cambiar el destino del mundo; no me daba cuenta aún de que el destino es inalterable, ni de que yo no era más que una marioneta sin voluntad, haciendo lo que estaba ya escrito hacía siglos. Tan sabio me creía que ignoraba esa pequeña voz en mi mente, exhortándome a salir corriendo.

Hablando de pequeñeces, el Jurla se convirtió en nuestra mascota, tras algún que otro altercado sin mayores consecuencias. Compensaba su limitada inteligencia con una gran devoción, tanto por Yaara como por mí. En cierto sentido, fue como el hijo que no podíamos tener, pues el ritual de Korlam cambió tanto a los Hantings que les resultaba imposible poder procrear con humanos.

Pero regresemos a la parte importante de mi relato. Los Hantings me habían elegido para que cumpliera una misión, el asesinato del hombre con más influencia del mundo: Tamiré, el Gran Adalid. Quizá ya tuviese el suficiente poder para cumplir ese mandato, aunque eso no significaba que estuviera dispuesto a hacerlo. Mis cinco años de cautiverio, pues no podría usar otro nombre para referirme a aquello, no me habían alejado tanto de mis congéneres como Yaara y los suyos hubiesen deseado.

Sin embargo, no puedo negar que mi afinidad con los Hantings hacía imposible que me quedara de brazos cruzados mientras ellos eran esclavizados, torturados y asesinados. Unos pocos días después de la finalización de mis estudios, me senté junto a Yaara y le hablé de ese tema.

—He estado estudiando las profecías —dije—, y no creo que la muerte del Gran Adalid forme parte de ninguna de ellas.

—Tu sino es traer un nuevo orden. —Yaara se puso en pie, visiblemente molesta por mi comentario—. Lo que ha de ser, ocurrirá, Tak-Harek. Quieras o no.

—Pues creo que pretendes usarme para vengarte —respondí, intentando no levantar demasiado la voz—. Y no hay nada que deba ocurrir, Yaara; los humanos decidimos nuestro futuro con las acciones del presente, y no al revés.

No me contestó. Se limitó a caminar en dirección al exterior, dejándome solo en la pequeña estancia a la que ya llamaba hogar. Discutir con ella no me iba a llevar a ninguna parte, me di cuenta de eso mientras reflexionaba sobre mi situación. Lo más adecuado era dar una respuesta afirmativa y, una vez de regreso entre mi gente, decidir cómo afrontarlo todo. Esa noche, cuando regresó, no noté en ella rastro alguno de molestia ni de enfado, y aproveché para hacerle mi oferta.

—Está bien. Haré lo que dices, o al menos lo intentaré.

Sonrió, aunque no me pareció que lo hiciese con alegría.

—Vas a lograrlo, Tak-Harek. Puedes estar seguro.

Esa noche, nuestros cuerpos volvieron a juntarse, e hicimos el amor por última vez. El tablero del destino ya contaba con todas las piezas, y el juego que decidiría el futuro de la humanidad estaba a punto de comenzar.

Ya no había vuelta atrás. En realidad, nunca existió esa opción.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 5

Errante




(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)

Un Errante es aquel que recorre la senda del conocimiento divino. Antiguamente, cuando no existía un único Gran Adalid sino varios adalides bendecidos por los Dioses, los Errantes se encerraban en las Torres del Estudio durante años, leyendo, investigando, e incluso poniéndose en contacto con los Dioses. Eso cuentan las viejas historias. Ahora solamente hay un adalid, el Gran Adalid, la voz de los Dioses.

¿Era yo, incluso sin saberlo, un Errante?

Según me relató Yaara, la pequeña marca circular en mi frente, que se encontraba allí desde que tengo uso de razón, indicaba sin lugar a dudas que yo era un elegido. Mi destino era seguir el Camino y llegar a ser un adalid. Durante varios días, intentó convencerme de la importancia de mi don, y de cómo estaba escrito que habría de liderar, llegado el momento, el advenimiento de una nueva era. Una época dorada de cercanía con los Dioses.

Poco después, pude comprobar con mis propios ojos cómo aquello era cierto. Entre rollos antiguos de pergamino descubrí esa misma marca junto a diversas profecías que, a pesar de no comprender en su totalidad, hablaban de su importancia. Prácticamente residí en la biblioteca de la ciudad durante una semana, comiendo y durmiendo en su interior, y abandonándola solo cuando mis necesidades físicas eran incontenibles. Yaara me acompañaba casi todo el tiempo, explicándome las palabras que no entendía y resolviendo mis dudas.

—¿Qué significa Tak-Harek, Yaara? —le pregunté uno de los días, leyendo más datos sobre una de las profecías.

—Eres tú, joven humano —me respondió, sonriendo—. El Tak-Harek es el enviado de los Dioses. Más aún; es el enviado por los Dioses.

Tras aquello, me besó en la mejilla. Lejos de asquearme, la suavidad de sus labios sobre mi piel me produjo una sensación de tranquilidad y a la par que de deseo, que me hizo enrojecer levemente. Giré la cabeza y me quedé mirándola, confundido. Aunque mi contacto con el resto de Hantings de la ciudad era muy limitado, a lo largo de los días pude ver que, aun pareciendo todos iguales, sus rasgos individuales eran más marcados de lo que creía en un principio. Yaara tenía una frente más pequeña que la mayoría de sus compatriotas, unos ojos grandes de un negro que rivalizaba con el cielo nocturno, y unos labios finos y alargados que, junto a su voz dulce, contribuían a darle un aspecto menos amenazante. Un aspecto que, por unos instantes, me pareció atractivo.

Volví la cabeza de nuevo hacia las profecías, aunque esa tarde no pude seguir concentrándome en su lectura. Di gracias a los Dioses por contar con ropa, evitando de esa forma que mi excitación fuese evidente.
No tardé en comenzar a recorrer el Camino, con la ayuda de Yaara. Los primeros meses fueron extremadamente irritantes y arduos, incapaz de invocar los Poderes Divinos más que para realizar ejercicios iniciáticos que se asemejaban a burdos trucos de circo. Transcurrido un año, Yaara me quiso poner a prueba.

—No confías en ti mismo, Tak-Harek, y mientras no lo hagas, los Dioses tampoco lo harán —afirmó con rotundidad—. Ven, toma este libro.

Eran muchos los volúmenes que había tenido que leer; cientos de horas de estudio que, a mi entender, habían resultado inútiles. Reticente, acepté el libro que me ofrecía y lo abrí. Me sorprendió leer que trataba sobre complejas invocaciones y llamadas a criaturas de otras realidades. Por lo que había aprendido, los seres ultraplanares solo podían ser controlados por los más poderosos adalides, siendo una insensatez peligrosa que un simple Errante los convocase.

—Si controlas tu miedo, podrás controlarlos a ellos —me dijo—. Yo creo en ti, Tak-Harek.

Habían pasado muchos meses desde aquel casto beso en la biblioteca, aunque no había conseguido olvidarlo. En aquel instante, a punto de llamar a una criatura con el suficiente poder como para no dejar rastro de mí, sentí el impulso, la necesidad, de atraer a Yaara entre mis brazos y besarla. Ella no se resistió, y me rodeo también con los suyos mientras su delgada lengua bífida estrechaba la mía con más pasión de la que jamás había sentido, o creído posible. Cuando nos separamos, estaba convencido de poder llevar a cabo la difícil tarea que iba a acometer.

Pasé varias páginas del libro hasta que encontré la invocación del Jurla, un animal ultraplanar cuyo cuerpo estaba formado por carne y metal, con una forma que mezclaba grotescamente a un águila con un gran reptil, aunque con un tamaño no superior al de un colibrí.

—Aléjate, Yaara —dije, aunque ella no se movió. Empecé a dibujar en el aire los símbolos que rasgarían brevemente el velo entre planos, mientras pronunciaba las palabras de llamada en un lenguaje anterior al ser humano, más antiguo que la propia comunicación. Noté que mi frente ardía, y el dolor que sentí en los brazos estuvo a punto de poner fin a la invocación. Cuando ya no aguantaba más, el dolor desapareció, y el fuego de mi frente se tornó en un chorro de agua fresca de manantial.

Y, en medio de aquella sala, apareció el Jurla.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 4

Tirón



(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)

Fue una agradable sorpresa poder abandonar mi pequeña celda, dos semanas después de aquella conversación. Mi primer pensamiento, claro, fue escapar. Sin embargo, no disponía de la suficiente información que me sirviera para saber hacia dónde dirigirme, ni qué caminos estarían menos vigilados por esos seres, por no hablar de descubrir la forma de abandonar el lugar sin ser detenido. Tomé finalmente la decisión de averiguar todo lo posible sobre ellos y, a ser posible, acabar con la grotesca ciudad antes de mi fuga. Me proveyeron de ropajes, lo que me hizo sentir más cómodo, aunque resultaba extraño ser el único ser vestido en aquel sitio.

Al principio no tuve acceso a la mayor parte de la ciudad. Mi prisión se había ampliado, pero estaba aún lejos de desaparecer por completo. A lo largo de mi reclusión previa, Yaara me contó una y otra vez la historia de los Hantings, aunque incluyendo nuevos datos o curiosidades cada vez, de forma que sus relatos nunca me hastiaban. El segundo día tras mi liberación, Yaara volvió a hablarme de su pueblo.

—Las leyendas —comenzó a contar— dicen que todos nacimos como una única raza. La primera época, unos años de paz en los que el rencor, la envidia y el odio no tenían cabida, duró varios siglos. Por desgracia, nada es eterno, y Korlam llegó para demostrarlo.

»Las viejas historias hablan de él como un niño infeliz. A Korlam lo trataban como a un apestado, pues su piel mostraba una tonalidad azulada que generaba chanzas e insultos por parte de los demás niños. Quién sabe si eso fue cierto o no. En su adolescencia, Korlam estudió los Poderes Divinos, al igual que muchos otros elegidos, dispuestos a seguir la senda de los adalides.

»Él fue más allá que ninguno. En apenas tres años ya dominaba todos los dones, y seguía queriendo más. Desapareció de la faz del mundo por más de una década y, a su regreso, formó un ejército con la intención de dominar el mundo conocido. Se trataba del ambicioso sueño de un loco, sí, pero Korlam tenía suficiente poder como para conseguirlo. En su demencia, tomó la decisión de hacer trascender a sus seguidores; quería que alcanzaran un grado de iluminación similar al suyo, y lo logró gracias a ritos prohibidos que, afortunadamente, no se han conservado hasta nuestros días. De esa forma, logró dirigir un ejército formado por hombres más fuertes y más rápidos, y todos con una característica que los distinguía a simple vista de sus adversarios; la obsesión de Korlam por no sentirse diferente le llevó a otorgarles su mismo color de piel.

»Según las crónicas, el mundo estaba dividido en seis reinos. Korlam se apoderó de uno de ellos sin esfuerzo, y no fue hasta después de obtener el control del segundo cuando los otros cuatro formaron una alianza, viendo desesperados que la fuerza y la maldad de Korlam arrasarían la faz del planeta si no era detenido. Bajo el mando del general Jog, la Alianza de los Cuatro Reinos se dispuso a comenzar la batalla que decidiría el destino de la humanidad.

—Todo eso ya me lo habías contado —le dije a Yaara, a pesar de que en realidad no me molestaba oírlo de nuevo, pues la pasión con la que narraba esos hechos me hacían casi capaz de visualizarlos—. El resto también me es conocido, pues esa historia se estudia en todos los colegios de reino: El general Jog derrotó a Korlam en el Valle de los Lamentos, y muchos de los Hantings se refugiaron bajo tierra, maldecidos por los Dioses.

Yaara sonrió sin alegría y movió la cabeza hacia los lados, en un gesto claro de que no sería así lo que estaba a punto de narrar.

—A pesar de que el ejército de la Alianza contaba con el triple de soldados que el de Korlam, era este último quien iba ganando la guerra. Estaba cada vez más enloquecido, y los oscuros rituales que utilizaba iban transformando cada vez más a sus tropas. Cuando comenzó la batalla del Valle de los Lamentos, ya no luchaban humanos contra humanos.

»La verdadera batalla, sin embargo, no se desarrollaba entre los Hantings y los humanos. El general Jog no era solamente un experimentado guerrero, sino también un adalid. Mientras Korlam usaba los conocimientos aprendidos en los rincones más inhóspitos del mundo, Jog hacía lo propio con los Poderes Divinos. Se dice que miles de rayos horadaron el suelo, que el viento huracanado arrastraba soldados, árboles y casas, y que los mismos Dioses aparecieron en el Valle de los Lamentos para enfrentarse a Korlam.

»Pero no fue suficiente. Korlam se dispuso a ejecutar el golpe final, realizando la mayor mutilación de la historia: hizo una oferta a los seres que servía, aquellos que vosotros llamáis Falsos Dioses, y ellos la aceptaron. A cambio de la victoria, los Hantings fuimos maldecidos con la deformidad que no nos permite crear herramientas: la ausencia de pulgar.

Todo aquello me lo fue contando mientras caminábamos por una estrecha calle, y al escuchar lo último que dijo, me detuve en seco.

—Y, aun así, perdisteis —afirmé, convencido.

—Te equivocas, joven humano —me corrigió—. La práctica totalidad de vuestro ejército pereció ese día, y el general Jog fue hecho prisionero. Korlam había ganado la guerra, y el precio pagado le pareció necesario y justo.

»El resto de Hantings no pensaban igual. Los primeros meses intentaron sobreponerse a su nueva condición pero, al final, casi todos se levantaron en armas contra su caudillo. Korlam fue derrotado por su propia ansia de poder, a manos de su pueblo. Una década después de la batalla del Valle de los Lamentos, humanos y Hantings trabajaron unidos para reconstruir un mundo devastado. Dicen que el general Jog hizo todo lo posible para devolvernos a nuestra forma anterior, aunque no logró tener éxito.

»El general Jog fue el más firme defensor de la integración entre Hantings y humanos. Tras su muerte, y quizás anticipándose a los futuros acontecimientos, la mayoría de nuestro pueblo se refugió en oscuras y profundas cavernas, cortando todo lazo con la superficie. Otros se quedaron con los humanos, en una convivencia pacífica que no duraría mucho. Porque, unos años más tarde, la amistad dio paso al servilismo, y este al esclavismo. Los Hantings somos unos cazadores mucho más hábiles que vosotros, y nuestra fuerza superior nos hace ideales para el transporte de mercancías.

»Nos sentíamos responsables por la maldad y la locura de Korlam, y eso nos hizo aceptar el trato cada vez más vejatorio que nos dispensabais. Dejamos que nos mutilarais más aún de lo que estábamos, que nos tratarais como bestias, que nos humillarais… y todo eso no os bastó. Rehicisteis la historia a vuestro antojo, quedando los vencedores como vencidos. No teníamos más vehículo para la transmisión de la verdad que la palabra, y hasta eso nos quitasteis, pues se volvió común la extirpación de nuestras lenguas.

Esa vez, fue Yaara quien dejó de hablar, claramente afectada. Sentí lástima por ella y por su gente, he de admitirlo, aunque seguía sin la menor intención de cambiar de bando.

—Una práctica aborrecible —dije yo, tocando su hombro desnudo, como lo estaba el resto de su cuerpo—, que hace muchos años dejó de realizarse.

»Ya estaba hecho el daño —expuso con tristeza—, y los Hantings de la superficie habíamos perdido toda nuestra herencia cultural. Tampoco nos atrevíamos a hablar delante de nuestros amos, por miedo a las posibles represalias. Éramos un pueblo sin pasado y sin futuro, con un presente que no parecía contener esperanza alguna. Entonces, hace cinco años, los Hantings subterráneos emergieron y comenzaron a organizar un levantamiento en las sombras. Nos transmitieron la sabiduría ancestral, y por fin supimos la verdad sobre nuestros orígenes.

—Dices que eso sucedió hace cinco años —rebatí— y, sin embargo, tan solo hace dos desde que los Separatistas empezasteis a levantaros en armas y ocurrió el Éxodo.

—Así es. Cuando adquirimos todo el conocimiento, tomamos la decisión de actuar de forma dialogada. Una delegación Hanting, entre la que me encontraba, se dirigió a la capital con intención de hablar con el Gran Adalid. Él era la única persona capaz de conseguir que los tiempos de paz e igualdad regresaran, o así lo creíamos.

»Lejos se encontraba Tamiré de la idea que teníamos de él. El representante de los Dioses en el mundo nos recibió sin demasiados problemas. Escuchó nuestros argumentos y se mostró razonable y sabio. Todo fue una fachada, como comprobamos poco después. El poder que ostenta el Gran Adalid se fundamenta en unas mentiras que, de ser públicas, derrumbarían el suelo bajo sus pies, y Tamiré no estaba dispuesto a consentirlo. Durante la noche, mandó a un grupo de asesinos en pos de nosotros.

»La delegación estaba compuesta de diez miembros. Por la mañana, solamente quedábamos tres. La traición de Tamiré fue la gota que colmó el vaso de nuestra indignación. Nos refugiamos bajo tierra, y fuimos extendiendo la semilla de la rebelión, que acabaría dando lugar a lo que vosotros llamasteis El Éxodo Sangriento. Mucha sangre ha sido derramada en ambos lados, joven humano, y tú puedes lograr que esta guerra absurda entre hermanos llegue a su fin.

Lo soltó así, de forma inesperada, y se quedó mirándome fijamente a los ojos. Yo seguía convencido de no ayudarles en su guerra pero, ¿hacer que terminara? La curiosidad superó a la cautela.

—¿Cómo, Yaara? ¿Qué debería hacer para acabar con el enfrentamiento?

—Las hostilidades fueron generadas por el Gran Adalid. Su final marcaría también el fin del conflicto.

No daba crédito a lo que estaba escuchando. ¿Me pedían que matara a Tamiré, el líder espiritual de toda la raza humana? ¿La voz de los Dioses? Retrocedí un par de pasos, como si una enorme maza hubiese golpeado mi pecho. Me faltaba el aire, y necesité sentarme en el suelo para relajarme y poder seguir respirando.

—¿Por qué yo? —pregunté, cuando me encontré con fuerzas para hacerlo—. Si hay más humanos entre vosotros, ¿para qué me necesitáis a mí?

Yaara se acercó a mí, andando lenta y firmemente, mientras su rostro mostraba algo parecido a la resignación.

—Un humano normal no podría acercarse a vuestro Gran Adalid, y menos ahora que es consciente del peligro que corre su vida. Es por esto que estás aquí, joven humano: porque tú eres alguien especial.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 3

Cativo



(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)

Desperté en una celda, no muy distinta de esta en la que me encuentro. Por supuesto, mi espada no se encontraba a mi lado, y tampoco llevaba la ropa puesta. Noté unos ligeros cortes por todo mi cuerpo, seguramente producidos por las garras de los Hantings al arrancarme mis vestiduras. Debí temer por mi suerte y, sin embargo, a pesar de hallarme solo, lo que sentía era vergüenza por mi desnudez. Me acurruqué en aquella celda durante horas, sin poder dormir y sintiendo un hambre feroz. Cuando pensaba que mi alma iba, por fin, a dejar mi cuerpo, escuché cómo un cerrojo se abría.

—No temas, pequeño —dijo una dulce voz femenina. La oscuridad era tan grande que no era capaz de ver más que una difusa silueta situada en la puerta—. Estás entre amigos.

Pensé entonces que, tal vez, el resto del ejército habría llegado hasta el desfiladero. Que habrían aniquilado a los Hantings, y que la mayoría de mis compañeros seguirían con vida. Todo eso pensé, sí, hasta que mis ojos fueron adaptándose a la escasa luz, y la figura de la bella doncella que imaginaba tener delante se transformó en la de una criatura azul y deforme, con garras, que parecía sonreír mientras me observaba.

—No temas —repitió, aunque mi temor e inquietud aumentaban más cada segundo—. Me llamo Yaara, pequeño extranjero.

Su voz rezumaba amabilidad, y eso me sorprendía. De la misma forma que resultaba asombroso escuchar a un Hanting hablando la lengua humana, ya puestos. Cuando por fin reaccioné, le dije mi nombre y le pregunté por el motivo de mi cautiverio.

Resultaba que, después de todo, no era un rehén ni un prisionero, aunque los Hantings no querían arriesgarse a dejarme suelto en su ciudad por el momento. Yaara me contó la historia de su pueblo: cómo la falta de pulgar y otras deformidades les habían impedido prosperar como civilización evolucionada; cómo, lo que comenzó como una ayuda mutua, se convirtió en una esclavitud por parte de los humanos; y, finalmente, cómo tomaron la decisión de romper sus cadenas.

Yo escuchaba absorto, tanto por el contenido de su historia como por la tersura de su voz, y no dejaba de preguntarme el porqué de mi presencia allí. En un momento dado, Yaara me contó algo que no esperaba.

—Hay más humanos aquí —me reveló—, y es gracias a ellos que hemos podido crear algunas mejoras en nuestra ciudad. El cerrojo que guarda esta puerta es una de ellas.

La sorpresa dio paso a la indignación y a la ira. ¡Humanos ayudando a los Hantings a masacrar humanos! ¿Es eso lo que querían de mí? ¡Antes moriría!

Me puse en pie, encendido por la rabia y olvidando mi desnudez. Antes de que pudiera acercarme a tres pasos de Yaara, un par de Hantings aparecieron detrás de ella y se abalanzaron sobre mí. Peleé con toda la bravura que pude, sin dejar de ser consciente de la superioridad física de esas criaturas. Sus garras atravesando mi piel y mi carne no me amilanaban, e incluso llegué a asestar algún que otro mordisco sobre la resbaladiza piel de aquellos seres.

—¡Dejadlo! —gritó Yaara—. ¿No sabéis lo que está en juego?

Los dos pequeños y ágiles Hantings se alejaron de mi caído y maltrecho cuerpo nada más escuchar esas palabras, y admito que yo mismo me sentí impelido a obedecer. Yaara se acercó a mí y puso una de sus garras/manos en mi mejilla.

—Has de aprender mucho sobre los nuestros, y también sobre los tuyos —señaló—. Solo entonces podrá llegar la libertad.

Aquellas palabras, que hoy resuenan en mis oídos, auguraban un futuro mucho más aterrador que cualquier cosa de la que hubiese podido tener conocimiento, hasta entonces. Sin embargo, lo que yo entendí fue que no podría salir de mi celda hasta que me llenaran la cabeza de suficientes engaños y mentiras como para querer trabajar a sus órdenes. ¡Qué equivocado estaba, y cuánto dolor se habría evitado de haber muerto en ese desfiladero, junto a mis compañeros de armas!

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Legado de sombras - 2

Anamnesis


(Para ir al primer capítulo, pincha AQUÍ o selecciónalo en el índice situado en la barra lateral derecha de la página)

Todo comenzó ayer. No, no fue exactamente ayer. En realidad, yo no contaba por aquel entonces con más de diecisiete otoños, aunque la necesidad había hecho de mí un soldado destacable, si me permites que lo diga. Lo único que me separaba de un merecido ascenso era mi edad, y puede que fuera tal cosa lo que salvara mi vida durante la batalla de Surterro, o la matanza de Surterro, como prefieras llamarla.

El escuadrón del que formaba parte cayó en una emboscada, cruzando el desfiladero de Surterro. El tercio delantero murió aplastado por enormes rocas antes de que pudieran reaccionar. Entre ellos se encontraba el sargento, el único mando que viajaba con nosotros en nuestra marcha hacia la capital. Los motivos de aquello son variados y aburridos de contar, así que no entraré en detalles. La cuestión es que los cuatro centenares de supervivientes nos vimos en una situación para la que no nos habían preparado.

—¡Deteneos! —grité, al ver cómo varias docenas de soldados abandonaban la formación—. ¡Cubrid el flanco derecho, deprisa!

Era poco probable que el ataque proviniera de la retaguardia, y las rocas caídas hacían imposible el paso hacia delante. Las grutas, justo a nuestra derecha, eran nuestra única opción de avanzar, y también el lugar del que seguramente saldrían los causantes del derrumbe. No sé por qué me obedecieron, pero lo hicieron sin rechistar, como si la orden hubiese venido del sargento, o incluso de un capitán.

Ahora me arrepiento de haber dicho esas palabras, claro. Si hubiéramos salido corriendo, desandando el camino que llevábamos, por lo menos medio escuadrón hubiese podido sobrevivir. Los valientes que siguieron mis órdenes, por otra parte, no vieron su muerte hasta que esta apareció súbitamente sobre ellos, encarnada en la mayor oleada de Hantings que el mundo hubiese conocido hasta el momento. No era un ejército, era un río desbocado de criaturas pequeñas y delgadas, de orejas chatas y anchas narices. Un río azul oscuro, que se tiñó rápidamente del rojo de nuestra sangre.

Los Hantings, como sabrás, tienen una inteligencia casi humana —hay gente que piensa que es incluso superior—, pero la incapacidad para crear herramientas que viene impuesta por sus deformes miembros los había obligado a ser poco más que bestias de carga. Así había sido durante centurias, y solo los Dioses saben cuál fue la razón de que, dos años atrás, se rebelaran contra sus amos humanos. Desde entonces, los Separatistas, como fueron llamados, se agruparon en clanes, y esos clanes en ciudades, y esas ciudades en un auténtico imperio que amenazaba nuestra plácida existencia.

Dicho esto, podrás imaginar que no iban armados. Eso es cierto, aunque en cierto sentido también es falso. Sus afiladas garras eran más letales que las espadas mejor forjadas del reino, y no sentían escrúpulo alguno en usar los dientes para acabar con quien se atreviera a acercarse demasiado. Tras la aparición de los primeros Hantings, más de cincuenta buenos hombres fueron horriblemente mutilados y asesinados.

—¡Retirada! —exclamé, a pesar de ser consciente de lo inútil de mi orden—. ¡Retroceded, ya!

También en aquella ocasión me obedecieron, aunque lo cierto es que ya había comenzado la desbandada. Los Separatistas no sentían piedad por ninguno de ellos: daba igual que se tratara de un soldado demasiado viejo para correr, o de un chico cuya torpeza terminaba por hacerle tropezar. Todos morían a sus manos, sin distinción. Sangraban, gritaban y morían, aunque por desgracia para algunos, no siempre sucedía con rapidez.

Mi pequeña espada de soldado, muy distinta a la de un sargento —por no hablar de los enormes espadones de dos manos que portaban los altos mandos—, era mi única opción para vivir. No, la verdad es que no pensaba que vería un nuevo amanecer; tan solo quería vengar a mis compañeros fallecidos. Nadar en sangre Hanting, y alcanzar el Paraíso de los Héroes. Así de ingenuo era yo.

No nadé en su sangre; ni siquiera me salpiqué de ella. Antes de asestar el primer estoque, un fuerte golpe por la espalda hizo que cayera inconsciente al suelo.

Legado de sombras - 1

Exordio



(El índice de capítulos, en la barra lateral derecha del blog, puede usarse para acceder al capítulo deseado)

Creo que la oscura celda que me rodea es el efecto de una serie de causas que, a su vez, fueron originadas por causas anteriores. Nunca había tenido fe en el destino, ni pensaba que la vida de los seres humanos estuviese dirigida desde el nacimiento hasta la tumba —la cual me recibirá en breve— por el capricho de Dioses que ni siquiera conocen nuestros nombres.

Ahora, sin embargo, no tengo más remedio que rendirme ante la evidencia.

Hace casi tres meses, tal vez más, o quizá mucho menos, que atravesé la enrejada puerta. Tres meses sin más compañía que las pocas ratas vagabundas que osaban aventurarse hasta este recóndito lugar de sufrimiento y muerte. No obstante, no será el hambre lo que acabará conmigo; cada noche, mientras duermo, los restos del día anterior son sustituidos por cuencos repletos de viandas. Así de cruel es mi sino, que no me permite morir en lugar de esperar sin esperanza mi final.

Seguro que te preguntarás el motivo de mi cautiverio. ¿Qué acción tan horrible había realizado para recibir un castigo así? Como ya he contado, no soy más que una marioneta movida por los hilos de la divinidad. No es una excusa, te lo aseguro. Si conocieras mi historia, también sacarías las mismas conclusiones.

De hecho, aquí dentro hay más tiempo que cosas por hacer, así que, ¿por qué no narrarte mis desventuras? Siéntate, ponte cómodo. Yo me apoyaré contra la fría pared de piedra, bajo la ventana tapiada que no me permite ver el sol, ni la luna, ni las estrellas, y empezaré mi relato.